Vida de perros

Manzanas podridas

Ya saben de la maldición, queridas personas, que pretende que el individuo alargue sus días entre enfermedades sin llegar a morir nunca. Lo que en principio no es más que un torpe sortilegio luego resulta en muchos casos la descripción de una vida. A fin de cuentas, si somos fruta fresca y sana arrancada de la rama materna, no hay más camino hacia delante que la no sea el que nos lleva a madurar como carne y que alcanza hasta el comienzo del triste y lento proceso de putrefacción. Una visión pesimista de nuestra existencia, por ejemplo. Una visión que aplicada a gran parte de los problemas locales, nacionales o mundiales, no trae más que nuevos motivos para abandonarse en el cesto procurando caer cerca de la manzana podrida.
Y si primero fue la manzana podrida, luego con la organización social llegaría un nuevo mal: la burocracia de la que ya nos advirtió el popular pero desconocido señor K.; así amparados entre enfermedades del tiempo, manzanas podridas y burocracia, nuestros problemas parecen desparramarse sobre la alfombra del tiempo, esa que no es roja pero sí excepcional ya que no divisamos ni su principio ni su fin. Frente al negro panorama ofrecido apenas tenemos algunas actitudes con las que defendernos: la apatía y la fe. La apatía presenta múltiples formas de las que no vamos a hablar, y la fe… ¡ay, la fe! Esta resaca de debate que padecemos a lo largo de la semana no viene suscitada por los licores que se sirvieron en el encuentro entre candidatos, sino por el garrafón que nos hacen tragar los medios de comunicación.

La fe, si se busca a partir de las intervenciones de nuestros aspirantes a la Moncloa, la encontraremos en la ceguera de quienes sólo vieron la divinidad de su preferido. La fe de la que hablo comenzó pocos minutos después de concluir el debate y ha continuado sin merma a lo largo de la semana. Quien siguió –como mi querida Inma, el pequeño y yo– el show del pasado lunes y haya leído la prensa, visto la televisión o escuchado la radio, puede que no haya dejado de repetir durante estos días casi en voz alta “¿A qué viene eso que acaban de decir? ¿Acaso durante algún fragmento perdí la vista o el oído?”. Tranquilícese, no fue así, se trata de la fe, de aquella que hace a la madre ver a su hijo el más alto de toda la clase. Se trata de la fe, la que impide reconocer el error que comete tu equipo, la que empuja nuestras voluntades a veces con simples palabras sin sentido.

De forma inexplicable las fuentes de información de este país han transformado un evento necesario y popular en un show de medio pelo comparable a la bazofia que regurgitan sus cadenas televisivas. Lo mejor fue la cantidad de personas interesadas en el encuentro, lo peor fue la cantidad de personas interesadas en el encuentro puesto que el fecundo share al que se llegó aquella noche despertó el interés de quienes enmierdan nuestras pantallas. Con seguridad, una vez que como aprendices dejen de contarnos con todo detalle las menudencias que tuvieron que llevar a cabo para realizar su hazaña, inundarán este tipo de programación con su tórrida basura: imaginen cómo vestiría la mesa un cartel de cualquier marca conocida. Yo no sólo lo imagino, lo veo. Dejo atrás una semana de la que debo recuperarme, debo recuperar la atención a unos medios de comunicación que no me han hastiado sino que me han mentido, unos medios cuyos conductores y conductoras de programas han hablado con una venda sobre los ojos tan férrea que tan sólo la fe puede tejer.

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