El Diván de Juan José Torres

Mi peluquero

Una de las grandes trampas de la vida es su cotidianidad. Parece que lo puntual y extraordinario deslumbra más pero esa seducción dura lo que un clamor, se desvanece cuando retornamos a lo mismo. Repetimos las cosas miles de veces, los horarios, las faenas y los compromisos. Nos volvemos autómatas y nos abandonamos a la apatía, nos envuelve tanto la vulgaridad que nos convertimos inmunes ya no a lo anecdótico, sino a la absoluta normalidad. Y, sin embargo, lo cotidiano esconde siempre las sensaciones más gratas y la verdadera magia se encuentra en las cosas de siempre, las que más satisfacen porque son las más sencillas.
El otro día fui a cortarme el pelo a mi peluquería de toda la vida y siempre es un placer visitarla, no ya para arreglar mis clareados cabellos, que a eso voy, sino por las conversaciones que se escuchan en la espera o cuando te invitan a participar. Yo creo que los peluqueros/as son otra especie de confesores: escuchan, oyen, observan, intervienen y debaten entre clientes mientras esperan su turno. No son ni consejeros ni tendenciosos, pues necesitan mimar a su público sin disgustarlo, de ahí esa especial habilidad para hilar tertulias sobre cualquier cosa y sobre todas las cosas.

Mi peluquería hace casi esquina con la conocida Salvadora y tiene el mismo nombre de siempre: Los Pepes. Su inquilino y propietario, José Mora Sirera, se inició en el oficio como aprendiz a los catorce años, disciplinándose en los consejos de su instructor Juan José Valero Martínez, asociándose ambos en el negocio años después. Fallecido el maestro y copartícipe Juan José a principios de los ochenta, José Mora, Pepe, continuó la actividad en solitario desde entonces y… ahí sigue, con sus tijeras, cepillos, capas y baberos, sus colonias y su escoba. Y hasta que llega el cliente, sentado en la silla con la mirada fija y perdida.

Le pregunté cuándo se iba a jubilar y me respondió que le tocaba hace unos meses pero se encuentra bien, no tiene prisa y aún no piensa en eso de colgar las botas. Me confiesa, ante mi sorpresa, que se imagina ya fuera del comercio y se reencontrará con cientos de clientes que pasaron por su peluquería a través de los años. Y, cómo no, les saludará: “buenos días, buenas noches, ¿qué tal la vida? ”, pero que entonces ya nada será lo mismo, ni el trato, ni la conversación, ni las tertulias, ni siquiera la paciente espera para ver quién es el primero en entrar y quiénes llegan después. Nada será lo mismo y se resiste a perderlo.

“Sé que seré libre, pero esclavo de mis recuerdos” me cuenta. “Mi vida está aquí, entre los espejos, las herramientas, la barredera y la concurrencia que, más que clientes son ya amigos; aguantaré hasta que pueda pero, sinceramente, aún no me veo con las manos en los bolsillos”. Pepe, mi entrañable peluquero, no necesita ni decretos ni órdenes ministeriales para recoger sus enseres y demás bártulos para marcharse a casa. Se irá cuando él lo diga. Y yo pienso como él, que cada cual, llegada una edad, decida qué hacer con su propia decisión, sin imperativos, sin sentencias ni tapujos. Que nadie alargue ejercicios laborales en contra de voluntades y que nadie recorte, anticipada y caprichosamente, obligaciones y compromisos.

Yo, después de pagar su trabajo, agradecí una vez más su profesionalidad, su conversación, la confianza y la amistad; y bendije su espera. A fin de cuentas aún me quedan unas cuantas cortás de pelo. Por tanto sólo me resta hacer públicas mis sinceras gracias a Pepe. Y hasta siempre, ya sea en el fulgor acalorado de ese pequeño recinto o en las apacibles calles.

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