Viéndolas pasar

No era yo

Han sido varias las personas que me han preguntado por la calle y hasta un buen amigo, ayer, mientras comíamos en El Plantío, precioso campo de golf ubicado entre Alicante y Elche, se quedó pálido mientras leía la página 2 del EPdV de la semana pasada. Sus ojos, grandes por constitución, se abrían como platos mientras recorría, incrédulo, los párrafos de esa columna.
No, no era yo quien firmaba ese escrito, tampoco, por supuesto, suscribo ni una letra del mismo. Te pido disculpas, Mateo. Te despertaste con un vecino inesperado de columna y todo debido a errores de la tecnología y, por qué no decirlo, un poco de exceso de tranquilidad por mi parte. Es verdad, no obstante, que ya son varias las semanas que llego con el tiempo pegadito para presentar la columna de cada viernes, apurando hasta el último instante y buscando, además, esos instantes libres que últimamente escasean en mi vida para pensar y después escribir. Porque ésa es otra: digo la frase con la que acabo el párrafo anterior: “Pensar y luego escribir”. Cuánto bien haríamos todos (y todas, claro) si antes de escribir, antes de hablar, pensásemos un poco más.

Me van a permitir que traiga a colación, una vez más, mis experiencias en ese ingrato deporte que es el golf para intentar describir una parábola, no sé si es éste el giro gramatical adecuado pero bueno, como diría el de la última página: “Licencias del que escribe”. Vean Uds. que esto del golf es casi, casi como la vida misma, sólo que resumido en un periodo de tiempo de escasas 5 horas, que es lo que se tarda en recorrer un circuito de 18 hoyos. Vaya por delante que todo este texto tiene como destinataria a una persona que, estoy casi seguro, me va a comprender enseguida que lea esta columna hasta el final. Ya saben que no me gusta decir nombres por lo que, cada cual, que se haga sus cábalas.

Pues, como les decía, recientemente he pasado por los dos extremos que este deporte presenta en lo que a sensaciones se refiere. Por hacer el símil, sería lo que en la vida real llamaríamos ilusión, y frente a la misma, la decepción, el hastío y hasta las ganas de dejarlo, tirar los palos y la bolsa al fondo del lago más profundo y volver a ser feliz. Hace un par de semanas lograba dar golpes sólidos, bien dirigidos y a distancias más que aceptables para un aficionado como es mi caso. Compré unos palos nuevos que me llegaron la semana pasada y con ellos, palos profesionales, mis golpes mejoraron hasta rozar distancias propias de eso mismo, de profesional. Estaba pletórico, ilusionado… bendito deporte éste.

Un revés inesperado, tal vez un comentario desafortunado, un exceso de estrés o, quien sabe si la malévola maldición de algún envidioso, hicieron que de un golpe al siguiente todo fuese desastroso, y lo peor es que la reacción fue en cadena y ya nada me sale bien cuando estoy con los hierros en las manos ante la pelota. Así durante una semana seguida, teniendo como colofón el torneo jugado el domingo pasado.

Con esta sensación –aquí está mi mensaje– me han dado ganas de dejarlo todo, cerrar la carpeta e irme a casa, abandonar mi club, mis amigos y todo lo relacionado con este deporte. Pero ahí están mis amigos, al quite, dándome ánimos para seguir y comprendiendo que el momento malo llega para todos y hay que esperar hasta que amaine el temporal. Otras personas, no consideradas “mis amigos”, también me han transmitido su apoyo y comprensión. Por todos ellos y por mí mismo, porque me gusta, seguiré dando a la bolita mientras tenga fuerzas para sostener un palo en la mano. Antes romperme que doblar la espalda. Usted me entiende, ¿verdad?

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