De recuerdos y lunas

No es gran cosa

Suerte que la ignorancia puede ser curada. Pero no la estupidez que es eterna. Lo sentencia Matt Artson. Y así será. Porque mira que sabiendo que Madrid me encanta, la jovencita ignorante me lo soltó sin rubor: —¿Madrid interesante?... Pues allí han estado mis padres y dicen que no es gran cosa.
Y eso que yo le envidiaba. Porque quien me lo dijo tenía preparado el hato para irse a Madrid. Se iba de fin de semana. Pero se iba como si se fuera a la vuelta de la esquina y a la rutina de todos los días. No había ni una pizca de ilusión en el planteamiento de su viaje. Se iba como por ir a un sitio. A cualquier sitio. Y eso que era desconocido para ella. Se iba como si a la fuerza la llevaran. Yo, entonces, recordé que cuando de pequeño salíamos de viaje me costaba mucho conciliar el sueño. Era mucha la ilusión. Aún me pasa. Si bien –y mira que lo siento– no con toda la intensidad que en la infancia. Porque cuando de pequeño, hasta el ir a la playa un domingo, o de excursión al campo (a las Cruces, a las Fuentes) con el colegio, era motivo de insomnio, de desasosiego emocionado, de noche en vela. Porque yo soñaba todos los castillos que iba a hacer en la arena y todas las batallas que iba a ganar con mi caballo blanco que no tenía, subiendo y bajando terraplenes.

Las expectativas puestas en la ruptura de la rutina, en el salir de los cercos diarios, en la aventura que se abre ante lo nuevo, ante lo otro, ante lo posible desconocido aún nos atosigan contra el sueño. Y las noches que preceden a los viajes son noches, por la emoción, de vigilia. ¡Bendito sea! el que esto siga siendo así, aunque sin la fuerza de entonces. No entiendo por todo esto tanto desdén ante la posibilidad de conocer algo nuevo, algo más allá de las lindes de nuestro horizonte cotidiano. Y no lo entiendo, y me duele, porque es como tentar al demonio al no estar agradecidos por poder viajar, por poder salir. Porque salir de nuestro territorio también nos ayuda a salir de nosotros mismos.

No hay buen viaje que no sea catártico. Si el viaje no es transformación, es que no hemos viajado. Sólo nos hemos transportado. Pero para que el viaje sea viaje y no sólo transporte se hace precisa la predisposición. Igual que se prepara la maleta hay que preparar el espíritu. Abriéndolo. Irse a Madrid, o a donde sea, con la convicción de que no es gran cosa, es irse pobre. Dispuesto a la nada. Entre recuerdos, recuerdo que cuando viajé la primera vez a Marruecos tuve que limpiar mis ojos de prejuicios de quienes sólo me hablaban de suciedad y de moscas muy grandes. Y de verduras en el suelo de los mercados. Y de inseguridad. Limpios mis ojos, también mis oídos, en Marruecos encontré el tiempo detenido. Y entre muchos sentidos recuperé el del olfato. También conocí la pobreza más próxima. Y la habilidad artesana. Y la necesidad de ser solidario. Irse a cualquier lugar pensando que cualquier lugar no es gran cosa es encerrarse demasiado en lo propio de la aldea. Porque ¿qué referentes se tienen para afirmar que Madrid, por ejemplo, no es para tanto?... Me duele que los horizontes de muchos jóvenes que conozco sólo sean, a veces, tan pobremente y tan solo, la tienda multiprecio de la esquina. O la gran superficie roñosa de una ciudad vecina. Siempre allí donde haya ketchup.

(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba