De recuerdos y lunas

Noche de Reyes

No me pregunten por qué, porque siempre ha sido así. Y así habrá de seguir siendo: el que los Reyes Magos esta noche pasen a dejar los regalos, antes que por mi casa, por la casa de mi amigo Jesús Carrasco Belmonte. Cuando las calles de por aquí por el Paseo, como la calle Cánovas del Castillo, eran calles de adoquín, yo oía el eco del casco de las caballerías de los Reyes y pajes sonar húmedo y hueco camino de la casa de mi amigo. Allí primero, como siempre ha sido y como siempre habrá de ser.
En los envites de la infancia, Jesús Carrasco Belmonte, con familia bendita en las tierras de Socuéllamos (Ciudad Real), aparte de ganarme siempre a las canicas se hacía pasar por descendiente directo de Pedro Carrasco, el boxeador, y de Juan Belmonte, el torero. Obviamente, por parte de padre el primero, por parte de madre el segundo, como hasta hace poco ha mandado la tradición genealógica española. Ahí es nada. Y yo sólo tenía en mi humilde linaje la certeza de que un tío abuelo por parte de mi padre, el tío Luis, Luis Marco Hernández, había sido portero en el Villena C.F. Y aquí se me gastaba la cosa para envidar en la infancia con orgullo.

Si lo de las canicas y los parientes, boxeador y torero, de mi amigo Jesús, eran cosas que me producían envidia, lo de la prioridad en la atención de los Reyes Magos no. Lo tenía muy asumido porque en parte tenía su lógica. Sobre todo porque yo, en la noche de Reyes, nunca estaba dormido. La inquietud me lo impedía y mi madre me lo reprochaba con cariño. Y entonces, para lanzarme a los sueños, y mientras me arropaba contra el frío embutiéndome con mantas pesadas, me decía que le parecía que los Reyes estaban llegando a casa de Jesús Carrasco. La advertencia era fulminante somnífero porque yo cerraba los ojos y me dormía escuchando los cascos de las cabalgaduras cataclac cataclac avanzando y retrocediendo para detenerse a la altura de la casa de mi amigo. Y los escuchaba más huecos que en aquellas noches en el Carril, cuando mi primera infancia o cuando luego me quedaba a dormir en casa de mi primo Vicente, en casa de mi abuelo Mateo. Los cascos en el Carril eran de cuando la Guardia Civil salía por la noche camino de los campos. A guardarlos rompiendo hielos. Cuando las noches de Reyes en el Paseo, sonaban más huecos porque el Paseo desde que se reconvirtió pretenciosamente en ridículo remedo de Explanada siempre ha sido minado de aires y tuberías huérfanas. Todo entre casquijo. De ahí su sonoridad vacía. Tubular.

Así, cerraba los ojos y concentrándome en el cataclac cataclac llegaba pronto el sueño. Y era, justo en ese instante agotado y derrotado por los nervios y la ilusión, una noche dulce. Y más cuando ya no esperábamos, otro año tampoco, el Scalextric. De todas formas –como la zorra las uvas– ya no lo queríamos porque... Porque los coches siempre se salen en las curvas. No. No les reproché nunca a los Reyes su desatención. Más lo contrario, porque siempre supieron sustituir con inteligencia y ternuras mis caprichos. Del mismo modo que siempre supieron solventar mis olvidos en las cartas egoístas, sólo escritas para mí, ignorando a los demás. Los Reyes siempre trajeron algo para otros. Porque como lo ven todo, siempre vieron mis faltas.

Y ahora... Silencio. Que ya los siento sobre asfalto cercanos a la casa de mi amigo. Es hora de dormir. Cataclac, cataclac. Adelante y atrás.

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