El Diván de Juan José Torres

Prohibiciones en las calles

Hay un dicho universal que afirma que “la libertad individual acaba cuando empieza la del otro”, que más o menos viene a significar que uno es libre hasta que quebranta o altera la libertad del vecino. Y las libertades de unos no son incompatibles con las de los demás, pueden y deben convivir armónicamente siempre y cuando no se invada el debido respeto y el necesario espacio del prójimo. La célebre frase “no es lo mismo libertad que libertinaje” puede que nos suene a sermón trillado, pero es conveniente recordarla porque hay quienes creen que viven solos en el mundo, y por tanto vocean, escupen, orinan, ventosean y eructan como si la calle fuera su exclusiva isla.
Porque lo que sí es cierto es que muchos energúmenos que carecen de normas de urbanidad, en sus casas son más escrupulosos que en la calle, y tanto se han generalizado los excesos que los ayuntamientos, de un tiempo a esta parte, han reaccionado también con exageradas medidas, a través de ordenanzas o bandos, para paliar tanto desorden callejero, incluyendo a toda la ciudadanía en el mismo saco e ignorando que no todos somos iguales. Muchos ayuntamientos se han puesto firmes y están sacudiendo con mano dura, prohibiendo simples actos, hasta usos y costumbres que ni daño hacen, ni son sospechosos de temeridad o imprudencia.

Algún que otro consistorio multa, desde hace poco, a quienes se descamisan y caminan con el torso desnudo, o a quienes osan refrescarse en las fuentes públicas, circunstancias muy naturales en las estaciones estivales. En otros lugares se impide correr por la calzada o por las aceras, así como se sanciona también a mujeres que vayan ligeras de ropa, ignorando cuál es el criterio y el límite entre lo permitido y lo indecoroso. Y en alguna capital del sur hasta se ha prohibido beber y comer en la calle. De modo que ni el bocadillo de toda la vida, ese mismo que ingirieron nuestros abuelos o nuestros padres en un banco o esperando una cita.

En Barcelona por ejemplo, acaba por prohibirse el ir desnudo por la calle, hecho insólito, por otra parte, que fuese considerado actividad de libre opción, pues a nadie se le ocurre caminar por cualquier casco urbano como vino al mundo. No obstante su autorización anterior, las estadísticas de exhibición callejera son ínfimas. Prohibido está asimismo practicar sexo en la calle o en sus parques, pero resulta tan evidente que esos lascivos menesteres, ya sean por ligue ocasional ya por cariño verdadero, deben siempre resguardarse de lo público. Visto lo visto las ordenanzas encaminadas a la sanción deberían basarse en el sentido común, en la lógica y en la cordura.

Prohibir comer o beber es tan absurdo que atenta contra la libertad personal de quienes comen y beben en las calles. Sí sería denunciable para quienes ensucian el viario público con los restos de basura o los envases, desperdigados por el suelo; pero jamás puede llamarse la atención a quien se alimenta al aire libre, a no ser que engulla a alguien. Siendo muchos de los motivos de tales prohibiciones tan irracionales, desorbitados y desproporcionados, me sugiere pensar que el verdadero transfondo es el económico. Cuanta más crisis peor financiación y unos ingresos extraordinarios siempre son tentadores. De modo que en muchas ciudades los policías municipales, más que realizar un trabajo disuasorio, se emplean a fondo con tareas recaudatorias.

Las ciudades son para vivirlas y disfrutarlas; son puntos de encuentro, de trabajo y de esparcimiento, donde cada ciudadano debe sentirse libre y exento de amenazas. Sólo cuando alguien se extralimite, moleste, ensucie, destroce, restrinja, atropelle y vulnere los derechos de los demás, es cuando una ordenanza condenatoria debe intervenir con la contundencia necesaria. Y sueño, por el bien de todos, que Villena sea respirable, sensata y cívica; y no llegue nunca a extremos de locura e intolerancia.

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