Al Reselico

Queridos Reyes Magos: más niñas del Cabaret-té

Me gusta la Navidad. Pensaba en ello sentado tranquilamente en el Cabaret-té, mientras entraba en calor, recuperaba la respiración y Pepa me preparaba unas “hierbas del abuelo” reconstituyentes. Venía de sufrir un ataquico de ansiedad. No estaba preparado ni física ni mentalmente para la cantidad ingente de vecinos de Villena, la marabunta humana de conciudadanos, que se agolpaban haciendo una kilométrica cola en la puerta de la Casa de la Cultura para ver la concurridísima, imperdible y maravitupenda muestra de mantos de la Virgen de las Virtudes que durante estas Navidades ha ocupado la sala de exposiciones de la Kakv.
Yo que me había acercado a la plaza de Santiago con la idea de disfrutar, unas navidades más, de una tranquila y tradicional visita al Belén Monumental. En fin.

Como decía, me gusta la Navidad. No lo puedo evitar. Me gusta pasear esos días por la ciudad, ver los escaparates decorados de los comercios, el ambiente en las calles, las luces iluminando ventanas y balcones, conocidos y amigos deseándose felicidad, pasar unos buenos días, un buen año, una feliz Navidad...

Canta Pau Donés que "puede que hayas nacido en la cara buena del mundo". Todos los que leamos este artículo nacimos en el lado bueno de la vida. Yo también. Crecí siendo un niño feliz, que a diferencia de otra mucha gente menos afortunada, ha podido vivir las Navidades rodeado de su familia y las personas que le quieren, entre villancicos, comidas y cenas, cartas a los Reyes Magos y regalos debajo de un árbol.

Y ahí está el problema. En los putos regalos. En que a menudo se confunde Navidad con regalar. Con gastar. Con consumir. Con que nos traigan el juguete más grande, el perfume más caro, el móvil más nuevo... y no se trata de eso. Apenas guardo en la memoria regalos concretos que me hayan hecho. Mis recuerdos de Navidad no están vinculados a cosas materiales, sino a instantes, olores, sonidos, situaciones… Son la carne a la brasa del campo de mis abuelos, mi tío Bartolo vestido de Santa Claus tirando petardos, mi abuela Pepita diciendo todo el rato “sus majestades de Oriente” o cantando “el tamborilero”, las cabalgatas pasando frío con los amigos en la esquina del Consum, el Reselico engalanado con mil adornos, la tarde de juegos en casa de los Martínez, las fotos haciendo el gamba con mis primos o los locos escritos de mi hermano para felicitarnos las fiestas… Esos recuerdos de Navidad forman parte de mi pasado. Fue así como podría haber sido de otra forma. Viví todos esos momentos para, poco a poco, año a año, entender los días navideños como una oportunidad para disfrutar de la compañía de las personas que aprecias y que te rodean, como una ocasión para querer más y mejor a los que te quieren.

En mi mesa de al lado del Cabaret-té hay una niña sentada sola, leyendo un libro infantil. Ya estaba ahí cuando llegué. Una mesa más allá hay un grupo de mujeres jóvenes charlando sobre las navidades pasadas, como en la obra de Charles Dickens. La pequeña debe ser hija de una de esas chicas. Le calculo entre seis y siete años. Es más bien chiquitilla, sentada no toca el suelo con los pies. Está tranquila, concentrada, muy a lo suyo. Se acerca Pepa y le pregunta si quiere algo más de beber. La cría levanta la vista y responde educadamente: "No, muchas gracias", y con rapidez baja la mirada y sigue ojeando ansiosa las páginas. No sé qué libro sería pero le hacía mucha gracia. De vez en cuando se ríe en voz alta, con carcajadas de niña que se lo está pasando en grande. Al rato llega el padre, lo intuyo porque cuando la enana lo ve, se pone en pie corriendo y le pega un abrazo monumental, tras el que vuelve veloz a su mesa para continuar con su lectura voraz. La madre se despide de sus amigas, besa a su chico, muuuuuak, paga su consumición mientras el padre pregunta al resto del grupo por cómo han ido las navidades y ya dispuestos a irse, desde la puerta, le dicen algo a su hija que no termino de entender. La niña, sin dejar de mirar el libro, ensimismada, se enfunda su abrigo, su bufanda de lana, dice alto y claro “buenas tardes,” y con una expresión de insultante y radiante felicidad se cuela entre sus padres y sale a la calle Mayor, con el libro abierto y bien agarrado, como quién lleva un tesoro, con los ojos muy abiertos, sin parar de leer.

Entonces ocurre. El chico mira a su chica, la chica mira a su chico, ambos miran a su hija a través del cristal de la puerta del Cabaret-té, se sonríen… y uno de los dos dice, cucando el ojo, “Parece que Baltasar ha acertado este año”.

En ese preciso momento se me pasó la ansiedad. Me reconcilié conmigo mismo y con la Navidad. Nada de anuncios de colonias en francés inentendible, nada de agobios de última hora en Juguettos o La Francesa, nada de tickets regalo, de comer hasta reventar y de leches en vinagre. No es eso. Es una niña normal, educada, riéndose y disfrutando de un sencillo presente. Compartiendo su alegría. Transmitiéndola a su familia. Con la mirada llena de inocencia, de sueños, cargada de ilusión. Con la cara iluminada de quien es feliz.

Ya sé qué estará lo primero en mi carta de Reyes para el próximo año. Pediré que todos podamos volver a ver las Navidades con los ojos de esa niña.

¡Ah! Y que no se me olvide, pediré también poder volver a disfrutar de nuestro Belén Monumental.

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