Vida de perros

Sin necesidad de Baco

Ha pasado un año, sería un año si no fuera porque las festividades católicas condicionan la mayoría de nuestras celebraciones, un año transcurrido decía desde que apareciera en la sección La Gente de Valdés la columna “El Carnaval se muere, salvemos el Carnaval”. No es necesario ahondar más en el contenido del artículo presentado, basta el encabezamiento para adivinar de qué se estaba hablando. Aún así esperemos que la pérdida continuada de participantes en la fiesta no merme el esfuerzo y la diversión de quienes se empeñan en que la celebración continúe viva en Villena. ¡Que viva muchos años la Corporación Municipal del Entierro de la Sardina!
Podríamos buscar el origen de la dolencia que acusa el Carnaval en su origen, estructura o desarrollo. Pero quizás si continuamos investigando obtengamos otro dato que puede dar luz a la problemática presentada. Sin abandonar la sección de Valdés tropezamos con otra columna, aunque ésta no se refiere al Carnaval sino a las fiestas de Pascua. El artículo nos pregunta de entrada “¿Os acordáis de Bulilla?” y con tono melancólico navega entre términos como “Chínchamela”, cuadrillas, monas o locales (por “localicos de pascua”). Tal vez el planteamiento nos recuerde al citado anteriormente: pérdida de participación, desaparición de costumbres tradicionales, nostalgia valdesiana en definitiva que añora felices momentos y que desea entregar a su descendencia. Como podemos ver las dos tradiciones presentadas pertenecen en conjunto a la celebración religiosa de la Pascua. Si bien el Carnaval sería la respuesta pagana al compromiso impuesto por una religión entonces dominante, no por ello deja de estar ligado a la misma celebración pese a su sentido laico. La coincidencia entonces en cuanto al digamos entusiasmo general por participar en una y otra pudieran deberse a un mismo motivo: el desinterés religioso por la festividad que representa la celebración católica se decanta a favor de actividades más carnales: viajar sin ir más lejos. Consecuentemente, a la falta de participación en dichas tradiciones se refleja en la ausencia de seguimiento de las imposiciones de la cuaresma, período ascético precedido por el desmadre generalizado y permitido que se realizaba durante los días de Carnaval. Desmadre además amparado por el uso de máscaras y disfraces que permitían excesos anónimos.

Vivimos días extraños. Algo se dispara en el cerebro cada vez que la comunidad católica responde a un ataque preguntando si el inquiridor lo exigiría a la comunidad musulmana, por ejemplo. Resulta pese al rotundo despacho un modo de arrinconarse en un espacio donde continuar viviendo con tranquilidad y sin miedo a nuevos ataques. Sin embargo no es eso lo que en realidad se manifiesta públicamente: la influencia de la doctrina católica, de sus costumbres y tradiciones, está más que presente en nuestros días, es todavía una barrera moral incluso para la aprobación de leyes que se adaptan al nuevo mundo que encontramos cada amanecer. Su fuerza, ligada a los grupos que las amparan, sus brazos, quizás son los que nos llevan a escenarios como el del Caso Leganés. Desde luego no se nos olvidan los métodos ni las consecuencias que a lo largo de la historia nos ha regalado la religión católica. Quizás lo necesario para vivir en libertad no consistía en luchar sino en olvidar, ignorar. Y como en cada batalla quedan muertos en el camino, puede que el Carnaval, puede que la Semana Santa. En cualquier caso no se trata de vetar o prohibir sino de respetar las cada vez mayores opciones religiosas practicadas en nuestro país. Opciones que no deben pasar ni en la distribución de celebraciones ni en la relación institucional con el estado por el ojo de aguja que impone la omnipresente religión católica.

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