El Diván de Juan José Torres

Tiempos de Pascua

No pienso escribir en estas líneas sobre el espíritu religioso de la Pascua, pues sería maleducado por mi parte cuando me confieso agnóstico. Para este menester ya están las comunidades católicas o las Cofradías y Hermandades. Tan sólo pretendo recuperar para el recuerdo esos días que, durante décadas, deleitaron a niños, adolescentes y mayores; quedando para muchos una pequeña memoria histórica esparcida de añoranza. La Peña El cohete, por ejemplo, acaba de cumplir su 50 Aniversario, en décadas ininterrumpidas de concordia, amistad y tradición. Esto sí que es una bendición, pues el tiempo aniquila vidas y barre las usanzas.
La Vida, conforme avanza, arrastra memorias y arrasa parajes. De las evocaciones se encarga el tiempo, de los lugares las comunicaciones y, dicen, el progreso. El caso es que ni Bulilla, ni El Grec, ni Las Cruces se asoman, ni por casualidad, a lo que fueron en aquellos años evocados de Pascuas. Bulilla lo ocupa hoy un polígono industrial, El Grec implantado de centros educativos, Las Cruces relegadas al olvido y mutiladas por la autovía. Cosas buenas para el progreso, la cultura y las comunicaciones, pero sepultadoras de anécdotas, curiosidades e historias. Ya nada de aquellas excursiones con la familia, las pandillas o la novia es lo mismo.

“¿Nene, tienes ya cuadrilla para Pascua?”. Y si uno no tenía se la buscaba. Eso sí, no comprometía a repetir, a no ser casos excepcionales como los del Cohete. Llegado el momento se buscaba el local, normalmente de algún familiar; se decoraba convenientemente; se proveía de tocadiscos de vinilo; las chiquillas ponían la merienda; los chicos la bebida. Después del ágape aparecía el misterio de las miradas, la insinuación, la búsqueda de la persona que podía hacer estragos en la sangre de primavera, el trago, la música, primero de pop y luego la lenta, de las agarrás, quizás un beso, acaso una declaración, pero todo en pandilla.

Toca Bulilla el primer día, El Grec después y Las Cruces como cierre. Las camarillas se dirigen al sitio de turno con atuendos específicos. Ellas un pañuelo en la cabeza, ellos en el cuello. Los vaqueros, los alpargates, la mochila, los barriletes para desafiar al viento, la cantimplora, la botica del vino, la fiambrera, el bocadillo, la longaniza de pascua y la mona del horno con su huevo duro; un arma casi arrojadiza que había que cascar en la frente de alguien. Se acompañaba la fiesta con un cancionero popular cuyas letras se van perdiendo: “venimos de Bulilla”, “chinchámela, por la Cañᔠy un sinfín de cantinelas que muchos aún recordamos.

Muchas personas de esos años de pascuas acabaron siendo parejas y tuvieron descendencia. Muchos de esos hijos ignoran los parajes, las cometas, los pañuelos como atavíos, las longanizas, las canciones y el sabor de una toña con su mona pascuera. Pero todavía superviven cuadrillas de amigos que retan a la amnesia y provocan al abandono. Sortean carreteras, autovías, polígonos y escuelas para llevarse a sus hijos con el hato, la garrafa, el zurrón y el volantín. Después del descanso de la caminata, de reponer fuerzas y del tentempié jugarán a píndola, a la cuerda, a la gallina ciega, a improvisar unas porterías e imitar a Messi o Cristiano con una pelota.

Ya sea en los parajes olvidados o perdidos, ya en las diseminadas casas de campo, son días entrañables para disfrutar con los amigos de siempre, con los nuevos, con la familia, los hijos y la pareja. Las amistades lo agradecerán, las familias nunca lo olvidan y los pequeños nos darán las gracias. Cuando el viento dé descanso al barrilete, tras la merienda de bocadillo y longaniza, después de las risas, los chistes, las bromas y la camaradería resucitarán los instantes verdaderos. Todavía recuerdo la primera declaración, el primer beso, el primer amor y el chichón por el huevo de mona congelado en mi frente.

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