El Diván de Juan José Torres

Úlceras de otros que me duelen

Después de estar dos semanas ausente en mis artículos de opinión de este periódico, vuelvo por fin. Lamentablemente no han sido vacaciones lo que me han impedido remitir los escritos al director y con puntualidad, sino causas mayores que siempre trastocan la agenda más o menos programada. El caso es que la primera quincena de abril la he pasado, como quien dice, en la planta de cirugía vascular del Hospital General Universitario de Alicante como acompañante de un familiar directo. Asunto éste nada agradable y que nadie desea pasar por nada del mundo, por más que resultara una experiencia donde se desarrolla la paciencia como recurso, la impotencia ante el dolor y las dudas de cuándo y cómo saldrá ese ser querido de allí.
Cada paciente, lo comprobé por ese afán todavía innato de observador, tenía un destino clínico y un futuro predeterminado. El trato del personal sanitario siempre fue exquisito y a pesar de los recortes, en recursos técnicos y en retribuciones salariales, pues su profesionalidad y dedicación para nada fueron nunca sospechosas. Y entre el equipo médico había de todo, como en la viña del Señor. Algunos agradables, otros miserables. Pues es detestable que en su habitual lenguaje utilicen expresiones como que a casi todos los pacientes que están ingresados “saldrán con algún trozo de menos” o ese deleznable gesto de chocar el puño cerrado de una mano con la palma abierta de la otra, ademán que significa amputación, sean dedos, pies o piernas.

Así que, de alguna manera, pude comprobar de nuevo las reacciones de muchos pacientes, entre resignados y optimistas cuando intuían que la fatalidad o la fortuna del vecino de planta iban a ser mejor o peor que la suerte propia. Mejor dos dedos que un pie, mejor un pie que no la pierna, mejor una pierna que no la vida. De modo que se establecen rangos respecto a la gravedad de cada cual y surgen siempre dos sentimientos humanos difíciles de controlar: la envidia y la conformidad. A quienes la fatalidad les aguarda observan con envidia a los que mejor pronóstico tienen, los que su gravedad es menor se conforman aliviados por no sufrir la eventualidad de los más damnificados.

Por eso se crean, involuntariamente, esas comparaciones que siempre resultan odiosas pero que son inevitables. Todas esas observaciones me remontaban a recuerdos pasados, cuando el año 1991 también fui acompañante de otro familiar en el Hospital de La Fe, en Valencia, en este caso en una planta de lesiones medulares. Los parámetros y comportamientos de los enfermos eran idénticos. Los que, al cabo del tiempo, salían con el alta en la mano con corsé y muletas estaban de suerte; aquellos que salían en sillas de ruedas parapléjicos de por vida observaban con recelo a quienes salían a pie, pero felices por poder moverse de cintura para arriba. Pero quienes quedaban tetrapléjicos ya no tenían consuelo alguno, ni ellos ni sus familias.

Los dramas humanos, siendo la vida un melodrama con escenas trágico-cómicas, se hacen más palpables en los hospitales. Lugares donde las más instintivas miserias humanas afloran y se esparcen: la lágrima incontrolada, el dolor físico que suplica un remedio temporal, las dudas que se convierten en fantasmas que molestan, el miedo a la ignorancia o el temor a la verificación de una sospecha, la angustia por el sufrimiento y las molestias que se origina, el irreversible estado de las cosas, los recuerdos de cuando se estaba bien, las comparaciones con envidias y esperanzas, la desesperación, las miradas de los médicos, su lenguaje codificado, los gritos ajenos, el tiempo que no pasa o pasa muy deprisa…

No. No es nada agradable la estancia en un hospital, ni como enfermo ni como acompañante. Lo triste es que sabemos que tarde o temprano, casi todo el mundo, pasaremos por allí alguna vez, para repararnos un poco o para morir del todo. Solo espero que tardemos mucho en viajar en una ambulancia o en entrar en un centro hospitalario. Buena señal hasta entonces.

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