De recuerdos y lunas

Un minuto de silencio

El cinco de abril de dos mil cinco regresábamos de vacaciones con la actualidad de la muerte, tres días antes, del Papa Juan Pablo II. Recuperábamos la rutina con un curso de segundo de la ESO, que equivale al antiguo octavo de EGB, esto es, salvo repetidores, un público con edades entre trece y catorce años. Los alumnos, más que por piadosos por interesados en no hacer nada, desperezando los cansancios vacacionales, me pidieron un minuto de silencio aprovechando la muerte del Sumo Pontífice. En aquellas circunstancias me pareció salvación. —¡Claro que sí! —les dije.— ¡Uno y hasta sesenta!— Y aquel día, por petición popular, quiso ser toda la hora de silencio.

Quiso ser, porque a esas edades si un minuto callados es una eternidad, no digamos un minuto y otro y otro y otro... Que pronto reventó la mudez durando poco la paz pretendida. Mi gozo en un pozo, la clase fue normal. Explicaciones breves, claras consignas para la realización del trabajo propuesto y... A danzar por el aula de aquí para allá solventando las dudas y dificultades que van surgiendo y mandando callar cuando crece el barullo o cuando la explicación para uno se considera pertinente para todos. Normalmente ni puñetero caso y... Y seguramente tocará explicar varias veces lo mismo aunque se diga, en voz alta, varias veces lo mismo.

Hay una cosa que llevo muy mal. Es cuando en los exámenes o en algún ejercicio se pide el poner la fecha. Pues bien, aunque suele estar apuntada en la pizarra –día, mes y año–, aunque se ha dicho antes de empezar el ejercicio o el examen, siempre hay quien pregunta "¿qué día es hoy?". Y se dice. Pero es que al rato, otro vuelve a preguntar: "¿En qué día estamos?" Y lo mismo. Y pasado un instante va otro y dice: "¿Qué fecha pongo?" Y así varias veces, muchas veces más.

En ocasiones tengo la impresión de que cada uno de los alumnos vive aislado en un compartimento estanco que los profesores no apreciamos. Y que cada uno de ellos va –como ellos dicen– a su bola. Y que entran y salen, que conectan y desconectan en clase según deseo o necesidad particular. Por eso preguntan exactamente lo mismo que otros han preguntado y lo mismo que ya se había respondido. Preguntan porque no estaban y no estando no podían escuchar lo que se ha dicho. Y una vez que se les ha dicho, ellos se retiran. Nosotros no lo apreciamos porque nos despista su cuerpo pero su mente se ha ido a ese compartimento privado que es como madriguera que aísla mucho. Hacia allí se van calentitos. Para sacarlos hay que meter un hurón. El hurón de la provocación. El hurón que azuce o despierte la curiosidad. A veces ni con esas porque el alumnado parece que no tiene hambre por saber.

Esta falta de apetito por el conocimiento, esta ausencia de inquietud por saber, fue una de las cosas que llamó la atención a Julio Anguita cuando abandonando la política de primera fila regresó con ilusión a las aulas. Concretamente, en diciembre de dos mil, a las del Instituto Blas Infante de Córdoba. Pero la ilusión del maestro chocó contra la realidad. El alumnado que él recordaba de sus tiempos de maestro por pueblos de Córdoba y en Córdoba no era ya el alumnado que tenía sentado en los pupitres. Habían pasado veintiún años. Si los primeros alumnos de D. Julio tenían hambre de pan y saber en una Andalucía de hambres, los últimos alumnos de D. Julio, aparentemente, no mostraban ninguna necesidad. Aparentemente.

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