El Diván de Juan José Torres

Villeneros por el mundo

Aunque están ahora de moda los programas de ciudadanos españoles por el mundo no descubren nada nuevo. Españoles, y villeneros, repartidos por esos rincones de Dios los hubo siempre. Porque en su día se fueron a buscar las habichuelas por exilios nunca deseados, por escasez de trabajos y últimamente por ofertas de empleo o por los inacabables estudios. Quien más quien menos, hemos tenido en nuestras casas antepasados o retoños que se buscan la vida allende nuestras fronteras. Yo también tengo a una criatura más allá de los charcos y dedico esta columna a los sufridores de la nostalgia.
Hoy recorren sus vidas casi independientes muy lejos de casa y buscando información, muy a pesar de las razonables dudas sobre mil cosas; pero las dudas no tienen edades ni épocas, y quien no las tenga es sabio, y los sabios hoy son como los milagros, que no existen. Inculcamos a nuestros hijos que son como los polluelos, que alzarán y desplegarán las alas para volar algún día. Sabíamos que no se puede retener ni retardar egoístamente esa elevación viajera, casi definitiva, para que descubran su propio mundo. Y cuando llegase ese momento despedirles con la entereza suficiente, con unas escondidas lágrimas y el abrazo más hermoso.

Y si deciden regresar voluntariamente, emancipados porque sus vidas son libres y sagradas, nuestras casas seguirán abiertas de par en par, escondidas nuestras lágrimas, controlada la emoción y desempolvando ese hermoso y gastado abrazo. Porque nacieron para vivir sus vidas, no las nuestras, ya vividas, nacieron para redescubrir el mundo y reinventarlo de nuevo, para sufrirlo y para mejorarlo en cada gesto, en cada paso utópico pero siempre necesario. Por lo tanto volar, planear, sembrar. Sus tiernas vidas se abren camino entre los juncos de esta selva enjambrada de histerias y locuras. No les queda otra que amar, compartir, vivir, crecer y aprender.

Nosotros, los viejos progenitores, os seguiremos hasta esos lindes del mundo y orgullosos, hasta nuestros últimos latidos y hasta donde nos alcance ese rabillo del ojo. Hemos descubierto que aún existe el cordón umbilical, ahora invisible, pero que prolonga su protección por los confines de las distancias. Hemos experimentado que la sangre y la genética son más fuertes que el olvido y que estamos encadenados a unos eslabones que se rebelan a cualquier amago de separación. Hemos aprendido que ser madres o padres no es ninguna gratuidad y vuestros nacimientos nos apresan hasta los desenlaces finales.

Las paradojas de la vida no saben explicar cómo demonios se comparte la tristeza y la alegría al mismo tiempo. Pero las emociones tienen estas cosas, pues guardan siempre sabores agridulces que hacen llorar y reír simultáneamente. Será que los corazones no entienden de razones y desprenden mestizajes que estallan en colores como un arco iris. Egoístamente a las personas que queremos las dejaríamos por siempre en una urna de cristal, para protegerlas de los peligros, para blindarlas de cualquier amenaza, para estimarlas mientras contemplamos su inocencia a salvo. Pero así no serían libres y nunca aprenderían a caminar por sus propios senderos.

Porque el pájaro más hermoso no me agrada en una jaula y su tristeza me contagia. Prefiero seguir su vuelo rasante, aún siempre expuesto al peligro, que observar de cerca sus plumajes coloridos en un cuerpo desolado. Por eso invito a quienes tengáis familiares cercanos planeando los cielos a que estimuléis ese lejano aprendizaje. Porque en el fondo, y sin ninguna excusa, quien más se instruye en el dolor, en la alegría y en la distancia es quien permite el vuelo. Soplando las alas para que vuelen alto y esperando, a ras del suelo, amortiguar cualquier desafortunada caída.

Mil besos y abrazos a esos eslabones de Villena, esparcidos por este mundo que es, nunca mejor dicho, un pañuelo.

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