El Diván de Juan José Torres

Violencia de género

Como secuencias imparables nos asaltan, una vez tras otra, informaciones de que otra mujer fallece agredida por su acompañante habitual o por su ex, ya sea novio, esposo o amante. Como un goteo se acudía antes a las plazas de los pueblos a decir No, a expresar un contundente ¡Basta! y a exigir que fuese la última víctima. Sin embargo nos hemos ido inmunizando también a esta espiral macabra, que derrama sangre inocente, la mayoría de las veces evitable. Y en este asunto deben implicarse todos: instituciones, policías, jueces y sociedad, incluyendo los del ámbito educativo.
Ocurre casi siempre que el maltratador, en ocasiones su asesino, es presa de sus propios demonios, sufre un distanciamiento, es poseído por los celos y no acepta ninguna separación ni abandono. No tolera que esa mujer inicie una nueva relación y antes acaba con ella a que se consolide esa unión. Célebres obras, literarias o musicales, ya se dedicaron a estas pasiones, como Bodas de Sangre o Carmen. Inseguridad, temeridad, celos, abandono, el maldito concepto de propiedad. Porque es tan fuerte la creencia de que la mujer les pertenece que no atienden a otras razones.

Pienso que la Comunidad Escolar tendría mucho que decir si, ya desde los años infantiles, se impartieran como materia educativa valores como el respeto, la tolerancia y la libertad. No me refiero a la educación en los valores de pareja, que ya tendrán tiempo los niños cuando sean mayores, sino en el respeto al otro, a la otra, aunque no nos gusten las diferencias porque en cuestión de empatías cada uno toma sus propias decisiones. Es necesario que desde cortas edades sepan distinguir entre lo que son personas y lo que son objetos, pues si no se asume este sencillo concepto más tarde habrá quienes los confundan.

Porque los amantes que se comprometen en matrimonio, las parejas que decidan compartirse, convivir o probarse, no se pertenecen el uno al otro, pues las cosas son objetos que se pueden comprar, vender, canjear o incluso regalar. Las personas nunca. Y nadie puede escriturarse como se registra un coche, una vivienda o un solar. De modo que a la hora de convivir, de compartir, de amar, se requiere siempre el consentimiento de la otra persona; y quede claro entonces que si una unión es responsablemente voluntaria, unilateralmente puede también fracturase sin que nadie deba imponer, llegado el caso, su autoridad, dominio o imposición.

Sin ánimo de incomodar a nadie, habría que preguntarse qué grado de responsabilidad tienen algunas jerarquías religiosas al perpetuar determinadas conductas. “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, “os amaréis en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe”. Cualquier machote malinterpreta el mensaje, lo apropia y lo utiliza como defensa y egoísta interés; por no comentar el anacrónico comportamiento respecto a la mujer que invocan otras creencias religiosas, donde el macho puede copular con cientos de niñas y engendrarlas y la mujer puede ser lapidada por un simple amago de infidelidad.

Si, además de estas reflexiones, el Tribunal Constitucional admite que una agresión no siempre es considerada delito, se aviva la confusión y se da alas a los maltratadores. Porque es cierto que una bofetada no es comparable con decenas de cuchilladas indiscriminadas, pero una bofetada, aunque sea una, intimida, asusta, ofende al respeto e insulta a la dignidad. Y si una guantada tiene silencio administrativo como respuesta, vendrá la segunda, y la tercera. El chulo dirá que esto es jauja y que la mujer es suya y cuando haya que intervenir podrá ser ya tarde. Es necesario amar sin condiciones, sí. Pero las letras pequeñas sirven y se inventaron para los contratos, nunca para los sentimientos.

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