El Diván de Juan José Torres

Volvió el Papa

El ser humano, desde sus días más ancestrales, ha necesitado creer en algo para no morir del todo y perpetuarse en algún tipo de inmortalidad. Nuestra propia historia no es más que una guerra dialéctica entre lo divino y lo humano, entre los dogmas de fe y los reglamentos terrenales y, lejos de complementarse, siempre han originado asperezas y polémicas. Ha sido llegar el Papa a Madrid y desatarse la locura. Los incondicionales al Jerarca y los adeptos laicos han reivindicado sus posiciones y sus argumentos. Lástima que algunos descerebrados, de ambos lados, lleguen al insulto y a la crispación.
La línea divisoria, siendo el asunto principal, reside en el respeto. A mí, como laico, me da igual que un fervoroso crea en las Trinidades o en los Espíritus Santos. Las opciones particulares, las conductas religiosas de cada cual, son cordialmente consideradas. Ahora bien, exijo un igual trato cuando algún sector quiere cruzar el umbral de mis propias libertades y decisiones personales. No estoy dispuesto a aceptar que alguien me insinúe que me equivoco al usar un preservativo, cuando es evidente que evita embarazos no deseados o graves enfermedades. No admito que nadie me señale si opto por el divorcio si mi pareja no me aguanta…

No tolero que me digan que la homosexualidad es una enfermedad corregible con una eficiente disciplina terapéutica. No acepto que me indiquen que es pecado mortal la interrupción de un cigoto de cuatro semanas si la embarazada ha sido ultrajada y maltratada. No soporto que me señalen con el dedo si quiero morir sin dolor, evitando un tormento innecesario en un trance irreversible. No aguanto que me digan que mis hijas estén aún sin bautizar, por si les pasa algo. “¿Dónde irán, sin limbo finiquitado y purgatorio de dudoso destino?”. No es de recibo que los razonamientos sean de justos e injustos, de inocentes y pecadores, de buenos y malos.

Lo que me molesta son los mensajes tendenciosos sobre conductas humanas o normalizaciones jurídicas ya consolidadas. Porque son los Estados y sus Gobiernos quienes legislan disposiciones para la sociedad, no preceptivos para todo el mundo, sino para quienes en verdad necesiten su aplicación. Invadir ámbitos que corresponden al Estado mediante sermones, predicaciones o arengas es alterar la libertad de quienes no pensamos, ni creemos, como los que pretenden adoctrinarnos. Yo le diría al Papa que los laicos no somos dioses, pero él sí se cree Dios, y por tanto se equivoca. Sus recados son acusadores y un tanto insultantes.

No en vano ya anunció que el Laicismo era equiparable al nazismo. Una monstruosidad que no es inventada, lo dijo Benedicto XVI. Madrid se ha inundado de una legión de sacerdotes y confesionarios para consolar a arrepentidos pecadores. Hasta estaba dispuesta la Iglesia a perdonar a las descarriadas abortistas. Todo sea por reclutar savia nueva, porque las estadísticas señalan un decaimiento de bodas religiosas y voluntarios vocacionales. Pero si desean alistar a nuevos creyentes deberían relanzar una renovada publicidad tendiendo manos sin provocar al personal. Por ejemplo, sigue vigente la exclusión de los laicos para recibir los sacramentos.

La Encíclica “Divini Redemptori” , de Pío XI, precisa que “El comunismo es intrínsecamente perverso”, anuncio ratificado en decreto del Santo Oficio, y fechado el 1 de julio de 1949, que prohíbe a los católicos su adhesión a partidos de carácter izquierdista y la exclusión de esta militancia laica para recibir los misterios, incluida la extremaunción. Decreto convalidado el año 1959 y sin embargo no conmutado hasta ahora. Son detalles de desafío, de confrontación, de poca generosidad en cerrar viejas heridas. Luego dirán que la Iglesia, la Casa de Dios, acoge a ricos y a pobres, a iluminados y extraviados. ¡Que venga Dios y lo vea! Frase universal y malograda. Nadie lo ha visto, ni siquiera en Google Earth.

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