De recuerdos y lunas

Color de primavera

Por estos días las iglesias se visten de color de primavera. Cecilia lo cantaba: "Diez de mayo y la iglesia de su barrio / la vistieron de color de primavera. / Nueve niñas de rodillas en un banco / vestidas de blanco, esperan". Canción que seguía con el simpático estribillo de "la monja María pasea pasillo abajo, pasillo arriba"... "Del altar al atrio y del atrio a la sacristía". Lo cantaba Cecilia a mediados de los setenta, antes de que aquella inoportuna carreta de bueyes interrumpiera la carretera para arrancarle, a ella –"peregrino por los caminos de España"– la voz y al batería Carlos de la Iglesia, los ritmos. Para siempre. Cecilia tenía veintisiete años. La muerte, tan pronto y cabrona, quizás se la llevó donde su mirada perdida, tímida, huidiza, entrañable. Dios siempre la guarde. A Carlos de la Iglesia también.

La canción, titulada "La Primera Comunión", incluida en el elepé "Un ramito de violetas", nos viene a la memoria ahora, en los días de Primera Comunión. En las Comuniones me emociono. En la misa. En el banquete. Y a pesar de que lo sé, no deja de sorprenderme el ver insumisos a mis sentimientos. ¿Qué pensarán –me sofoco– quienes me vean soltando lágrimas o tragando el huevo de la impresión para domarlas?... —¿Serán cosas de viejo?... —me pregunto—. Porque yo... Cuarenta y cinco años... Pero es que... Me pasa desde siempre. Y me pasa a pesar de los ruidos. Porque más allá de los ruidos en esta selva de parafernalias –sobreabundancia en los trajes, trasiego de fotógrafos y cámaras de vídeo, looks exagerados de peluquería, maquillajes abundantes, mujeres en equilibrio sobre tacones, trajes de noche por el día, vestidos que parecen cortinas, bullicio en la puerta de la iglesia, banquetes pantagruélicos en los que sobra de todo y... Y hasta limusinas y calesas... Tunas y tracas... Ruidos. Ruidos que nos despistan de la esencia– es la esencia lo que verdaderamente me emociona. Porque yo creo que entre tanto runrún algo ha de quedar de lo que importa. Si no es así –hermano Aureliano– ¡apaga y vámonos! Porque lo que importa es el Cristo. Ese Cristo que se dice a sí mismo Hijo del Hombre. Hombre con mayúscula. Yo quiero ver esto entre el glamour de la fiesta.

El cardenal Ratzinger –Benedicto XVI– en su primer tomo sobre Jesús de Nazaret manifestó su gran predilección por este atributo que no ha dejado nunca de atraerle por su apariencia enigmática: "Hijo del Hombre". Hombre con mayúscula. Como también lo escribiera León Felipe para afirmar en verso que "el Hombre es lo que importa". Hombre que para el poeta tal vez sea Cristo porque "El Cristo... es el Hombre" —titula.

Precisamente, en este largo poema, el poeta zamorano diferencia con cierto optimismo entre la España de las formas que se desgastan o se mueren y la de las esencias eternas "que comienzan a organizarse de nuevo". Leídos los versos, frente a la España de las formas, la de "los ritos sin sentido..." y otras cosas vacías, anhelo la de las esencias, la de "la substancia prístina de que está hecho el árbol y el cuerpo del hombre"... Lo que temo es que esa España de las formas que dice el poeta que se desgastan –sí, la de "los hombres huecos..." y otras cosas vacías– aún pervive. Las formas vacuas que dice el poeta que se mueren, no se mueren. Se multiplican alejándonos de las esencias.

Las comuniones –así quiero– son fiesta porque al haber comunión hay comunidad. Fraternidad de los hijos de Dios, de los hijos del hijo del Hombre. Hombre con mayúscula.

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