Camino del polideportivo anochece ventoso, gris y frío. Llevo toda la jornada papel arriba y papel abajo y me apetece mucho despejarme, hacer deporte, estirar los músculos, así que me enfundo el abrigo y salgo del despacho con el macuto al hombro. Este miércoles las nubes están bajas y el cielo amenaza lluvia, quizás tormenta. Se está apagando el día con una sensación fea, de nostalgia y melancolía. En noches como estas el aire trasporta una tristeza imprecisa, como si hiciera más fresco dentro de tu corazón.
En ésas estaba yo mientras conducía hacia el pabellón, escuchando Sidecars, pensando en mis cosas, cuando dos chicas me adelantaron corriendo por la estrecha acera de la calle El Copo, una detrás de otra. Corrían con el pelo suelto, y sus cabellos, largos y marrones, se movían azotados por el viento. No era la primera vez que salían a correr, se les notaba por la forma elegante de moverse, con aplomo y maneras. También por la vestimenta: mayas de colores vivos, sudaderas reflectantes y zapatillas de marca fosforitas. Runners de toda la vida. Iban a buen ritmo, bastante deprisa. Tanto, que durante el trayecto por la calle el Copo, entre ceda el paso y ceda el paso, nos adelantamos mutuamente un par de veces más. Me fijé mejor en ellas cuando pasaron de nuevo al lado de mi ventanilla del conductor. Eran jóvenes y guapas. Con pinta de ser chicas seguras de sí mismas, de esas capaces de deshacerte los cubitos del gin-tonic en una conversación o con una sola mirada.
Cuando llegué con el coche al Stop de la calle Vereda me quedé detrás de un camión y las perdí de vista. Fue solo un momento, porque al llegar al cruce de las cinco esquinas, dónde se juntan las calles Calvario, Pintor Sorolla, La Cruz, San Ramón y Verónica, las vi de nuevo, apoyadas en la barandilla de las escaleras que da a esta última callejuela. Estaban despidiéndose con un beso en los labios, suave y natural. Correcto y afable. De pareja que se quiere. Se las veía serenas y dulces, con sus cuerpos muy juntos, sonriéndose. Entonces una de ellas quiso marcharse, se despidió rápidamente y se dio la vuelta, escaleras abajo, pero no había dado ni un paso cuando la otra, que se lo habría pensado mejor, saltó hacia ella y la abrazó por la espalda y la cintura, mientras le acariciaba el pelo suelto.
Así las dejé cuando doblé la siguiente esquina con el coche, perdiéndolas de vista para siempre. Me las crucé solo unos instantes, pero fueron suficientes para que me hicieran sonreír encantado, en plan guay, porque me gusta que la gente se quiera. Mismo da su inclinación sexual. Siempre, claro está, que se quieran bien, con respeto, de forma sensata y tranquila. A esas dos jóvenes villeneras no las conocía, no tengo el gusto, pero me parecieron una pareja de chicas sanas y agradables. Deportistas y educadas. Me gustaría verlas de nuevo, tomando algo en el Cabaret-té, por la terrazas del paseo, cenando en el Quitapesares o con una cerveza en el Colosseo, porque me encantaría poder decirles que esa noche me dibujaron una sonrisa mientras se despedían en la calle Verónica, que las vi enamoradas y radiantes, que me alegré infinito por ellas y que consiguieron, por un momento, que esa velada desapacible pareciese más hermosa y más feliz.
Entonces comprendí de golpe que el fresco de mi corazón, al salir del despacho, sólo era momentáneo, una anécdota aislada en un mundo que sigue gobernándose por seres que aman y que desean ser amados; y que a pesar de tanto odio, problemas y estupideces, a pesar de la añoranza y la melancolía que encierran esos anocheceres que dibujan tormentas, en realidad el amor sigue apareciendo en cualquier sitio. Igual no sale en las noticias de la tele, ni se escucha en la radio, ni abre los titulares de los periódicos, pero el cariño siempre está ahí, en muestras de ternura y afecto sincero. Entre padres e hijos, madres e hijas, nietos y abuelas, nietas y abuelos, hermanos y hermanas, amigas y amigos, hombres o mujeres, novios o novias. Yo lo he visto hoy, un miércoles cualquiera, mientras anochecía camino del polideportivo. Y reconforta saber que el amor sigue intacto, más allá de los días tristes.
Es curioso, pero juraría que cuando entré al pabellón la noche se había vuelto menos ventosa, menos gris y menos fría.