El Volapié

Cuarenta años

Con un seis y un cuatro, hago la cara de tu retrato. Mi abuelo me contaba muchas frasecillas de este tipo, en este caso con sencilla resolución. Ahora mis hijos también lo dibujan perfectamente. Durante los primeros años de estos cuarenta que conforman mi vida, mi abuelo me planteó otros enigmas algo más sofisticados. Por ejemplo: ¿Por qué el agua está mojada? ¿Por qué los árboles son de madera?... La primera pude responderla antes de finalizar la Educación General Básica, más educativa, menos básica y con el agravante del General; la de los árboles continúa pendiente a la espera de lo que mis hijos puedan concluir.
Acabo de celebrar lo que quiero considerar como el ecuador de mi vida rodeado por mi familia y por mis amigos, contento por la reunión, sin poder de escapatoria ante el cántico del cumpleaños feliz y preocupado porque a los treinta me sentía como a los veinte, pero a los cuarenta no estoy como a los treinta. Ni mucho menos: El pelo más blanco, la barba más cerrada, la pluma más afilada, abotagado por el calor espantoso, la espalda rota, el espíritu más inquieto, la felicidad más amplia, la ropa más justa…

Los regalos ayudan a enmascarar la realidad. Un Hublot con los colores de mi querido Betis, el último de Ildefonso Falcones, una cartera de Massimo Dutti, unos extraordinarios gemelos, el indispensable Lacoste que vamos subiendo de talla poco a poco, un dinosaurio desmontable que se ha autorregalado mi hijo por vía indirecta, unas entradas para la Plaza de Toros del Bibio, un viaje desde Ginebra hasta Saint Moritz y un extraordinario vino del priorato que me ha regalado mi amigo Xavier Binigaus. Xavi es catalán y me ha dado a probar vino del Priorat y de Montsant, aceite de Siruana, un aceite que huele y sabe como el Paraíso, y otros negocios. Él vivió cerca de la barcelonesa Plaza de Toros de las Arenas y jamás ha ido a los toros, aunque muestra una interesante intuición taurina. Desea presenciar una corrida de toros y quiere que yo sea su padrino en esta jornada, lo cual me honra. Si su ocio o sus negocios lo traen por aquí cuando haya toros, lo llevaré a que vea el desembarco de las reses, el sorteo y posterior enchiqueramiento, después al aperitivo y a la comida, copas, tertulia y de ahí al patio de cuadrillas para que admire de cerca a los matadores. Llegado a este punto, los aficionados debemos tener amortizada la entrada porque lo que luego sucede en el ruedo es una auténtica lotería.

Afortunadamente, antes de que acabe el verano –y ya va quedando menos, no es por nada–, comenzarán las obras de nuestra espectacular Plaza de Toros, y podremos disfrutar de las corridas sin la necesidad de tener que ir de aquí para allá para matar el gusanillo.

Si alcanzare los ochenta, podrán leerlo en esta columna, que será más que añeja, aunque ni el mejor de los relojes puede darme pistas. A lo mejor el vino…

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