Andrés Martínez Mira cumple hoy treinta años y no tenía del todo claro si hablar sobre él. Primero porque la amistad es un lugar demasiado común, un término demasiado hermoso que a menudo se desgasta con el mal uso. Segundo porque este escrito no va a lograr merecerse a mi amigo, carezco del talento literario necesario para eso. La verdadera amistad, la que es cálida, veraz y conmovedora, es una materia tan compleja e infinita que difícilmente pueda explicarse.
Leí un artículo maravilloso no hace mucho. Decía que los grandes amigos se hacen antes de cumplir los treinta años porque el secreto de la amistad es que se abona con el aburrimiento, que con los verdaderos amigos no quedas para “hacer cosas”, sino al revés: primero quedáis y luego decidís qué hacer. Y estoy completamente de acuerdo. Tus amigos tienen la capacidad de conectarte con la nostalgia de findes enteros en el parque, haciendo nada. Cuando la plaza era una excusa para jugar en la calle, mientras tomabas golosinas o un polo de limón. “Las buenas amistades se tejen en tardes que se expanden, cuando no sabes que luego la vida se te escurrirá entre los dedos”.
Dicen que los amigos son las personas que vas encontrando en la vida y terminan formando tu territorio y tu mundo. Yo no tuve la oportunidad de encontrarme con Andrés. Me vino como semi-impuesto. Uno de esos casos en que vuestros padres son amigos y no tienes más opción que hacerte colega del enano al que vas a ver al hospital cuando nace, con quién veraneas, pasas navidades, juegas los findes en el parque… Me hice Amigo de Andrés siendo niño, sin un motivo concreto. Luego hemos ido creciendo juntos, trenzando a la vez nuestras vidas, compartiendo buenos y malos momentos. Nos unen unas cuantas risas y la nostalgia de un pasado común. Llevamos en el baúl dos mil recuerdos que quedaron de aquel tiempo, donde guardamos la ilusión.
El tiempo me ha enseñado a querer al tipo sencillo e integro, divertido y trabajador, honesto e inteligente, prudente y modesto, que hace treinta años tuve la suerte de conocer y al que hoy tengo la suerte de seguir llamando amigo. En los momentos de problemas, angustia e incertidumbre, los verdaderos amigos siempre están ahí, con cariño, afecto y sin esperar nada a cambio, por el mero placer de ayudarte. Yo siempre tengo la sensación de estar en feliz deuda con él. Porque Andrés siempre ha sido, por encima de todo, una buena persona.
Y de un modo u otro, también le debo en parte estos artículos. Compartimos memoria y vivencias, pero no la misma forma de ver la vida. Nos parecemos en gustos comunes, pero no en nuestro modo de ser. Discrepamos en muchas cosas que adoro discutir con él, en razonadas batallas que siempre enriquecen, estimulan y me traen a la mente temas sobre los que escribir. Y no es solo que él sea (casi) abstemio y yo no tanto, o que a él le flipe la poesía y a mí no tanto. Desentonamos más bien, en general, en nuestra manera de afrontar la existencia. Andrés es positivo y buen rollista, soñador empedernido, idealista nato, romántico sin remedio y optimista convencido. Tanto que (a mi modo de ver) a veces bordea peligrosamente la barrera de lo iluso. Pero admiro su felicidad y su capacidad de creer y confiar en los demás. A su lado, desde hace treinta años, aprendo cantidad de cosas buenas sobre la humanidad.
Ahora lo veo cada vez menos. Los años, quizá. Las responsabilidades y la distancia. Desde que se fue a estudiar Psicología a la capital se ha “valencianizado” poco a poco. Echo de menos poder disfrutar de su compañía y su conversación más a menudo. Nos conformamos con planear algo juntos cada vez que tenemos un hueco en las agendas: una escapada a la montaña, un concierto, una cena… y entonces vuelvo siempre a reencontrarme con mi leal compañero de aventuras, con su piel blanca a ronchas, sus ojos inquietos e inteligentes, su extraño sentido de elegancia descuidada, y su pelo que (como el mío) cada vez va en evidente retroceso. Vuelvo siempre a reconocernos juntos, descubriendo Pirineos, posando obligados para las fotos en los desfiles de la Esperanza, escuchando a Pedro Guerra en la parte de atrás de los coches, teniendo mil reuniones en la sala de monitores, bebiendo trina de piña en esos largos y eternos atardeceres en la casa roja de Ainsa, paseando horas por Villena tomando pipas o devorando tarta de zanahoria en su cumpleaños.
Por eso hoy escribo estas líneas para felicitar a mi amigo. Al soñador abstemio, poeta y desaliñado, que todo el tiempo parece un adán recién despertado, que me dice las verdades a la cara, como nadie hace, y que siempre está ahí cuando le necesitas. El niño menudo con quien aprendí a sobrevivir a los campamentos en Pineta y a los viajes con tres hermanos pequeños. El chaval romántico que, aún hoy, me intenta enseñar que todo el mundo merece una segunda oportunidad y que nadie es completamente malo por naturaleza. El tipo idealista que hasta en los peores momentos te anima a mirar el lado bueno de las cosas. Hoy escribo para felicitarle, para agradecerle lo vivido y para decir públicamente lo que nunca le dije: que es el mejor amigo que uno podría tener a su lado mientras pasan las páginas de nuestras vidas.