De recuerdos y lunas

El color de los dinosaurios

Me lo recordó José Vicente Rodenas en el relámpago que fueron para nosotros las pasadas Fiestas de Moros y Cristianos. Me lo recordó concretamente en la mañana de los ciclistas cuando me trajo a la memoria aquel tiempo en el que entre las múltiples cosas que nos preocupaban estuvo la preocupación por el color de los dinosaurios.

José Vicente Rodenas siempre tuvo y tiene saberes científicos. A él le debo la curiosidad por algunos asuntos físicos, químicos y biológicos. Entre estos, la curiosidad por conocer qué colores tuvieron los dinosaurios: Si verdosos, si grisáceos, o acaso azules o rosas... Si rayados, si moteados, si claroscuros, si cambiantes... Si este país nuestro no fuera tan desdeñoso con las Ciencias, por no decir con todo lo relacionado con el saber sustancial, reconocería y daría cancha y salario a gentes inquietas, a científicos que con presupuestos mimosos para I+D+i quizás auparían algún nobel científico más que desempolvara las vitrinas célebres y honrosas y los laureles de Ramón y Cajal y Severo Ochoa.

Por su despertar curiosidades, a José Vicente Rodenas lo quise siempre para la Enseñanza. Y cuando nos vemos aún lo animo para que se apunte. Estoy seguro de que con su carácter haría magníficas migas con el alumnado –"empatías" dicen los psicopedagogos que tanto nos molestan–. Pero él viene a decirme, sin decírmelo, que prefiere que le arranquen la piel y le rebocen de sal antes que ponerse –que exponerse– ante un grupo de la ESO. Y yo sé que él lo haría muy bien. Yo sé que sería un gran profesor. Porque es un buen profesor. Pero cada uno tiene sus predilecciones y fobias. Rodenas nos instruía de Ciencia mientras jugábamos al ajedrez y cerveceábamos en el Avenida, el cubil donde nos soportaba con paciencias y generosidades la familia Molina Prats, principalmente Manolo, que merece monumento y honores. Si nos dejaran recuperar algo del pasado, yo quisiera recuperar el Avenida en aquel Paseo bullanguero y centro neurálgico de la ciudad, Paseo hoy abierto –no sé si demasiado abierto– a solanas y a ponientes o hacia un no sé donde, aunque confío que hacia algún sitio que nos devuelva la felicidad de entonces. Porque entonces, aunque no resolvimos las dudas sobre el color de los dinosaurios, y con este enigma como con otros aún vivimos, fuimos muy felices. Felices en amistad. En amistades.

Por estas fechas, justo la tarde de la Nochebuena, antes de recogernos con nuestras familias para cenar, nos despedíamos en el Avenida cantando villancicos. Esto si cantar era berrear en cuadrilla. Cuadrilla de cuadrillas, sonaban panderetas, botellas de anís y alguna zambomba –me parece– y nos engalanábamos de guirnaldas camuflándonos de árbol de Navidad. Y nos cubríamos de querencias al compartir, sobre todo en aquellos tiempos, tantas inquietudes nuestras. Algunas hechas, algunas deshechas. Cuando en este año hernandiano, que por vivir donde vivimos nos ha ocupado tanto, escribimos sobre la novela "Mala luna" de Rosa Huertas, esa historia que con inteligencia acerca a los jóvenes a la biografía de Miguel Hernández, terminábamos diciendo que la narración también nos llevaba a algunos espacios entrañables de la ciudad. Espacios que sobreviven transformados desde que los vivió el poeta pero que aún conservan en el sentir colectivo una magia que los hacen "sagrados". Y quizás esa magia sea la pervivencia de la vida de la ciudad y de las sombras de quienes la vivieron. "Un lugar –se nos dice precisamente en "Mala luna"– puede condensar la vida de una ciudad y guardar las sombras de quienes lo habitaron, siempre que haya alguien que lo recuerde".

Por esto, Avenida. In memoriam.

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