Bien estamos, estamos

El kit de carpintero

El olfato convierte ciertos olores en imágenes, los revela en un álbum fotográfico particular

A Vicente Galbis Hernández

No lo recuerdo bien. Sí sé que los de ahora son más sofisticados y completos. Aquel era muy sencillo, pero saciaba las inquietudes de aquel niño que de mayor quería ser carpintero. El juguete, que recuerde, llevaba un serrucho inofensivo todo de madera, un martillo, unos alicates, unas tenazas, un destornillador, un buril, un cincel, que siendo de plástico duro también resultaban inofensivos; y una escuadra, un cartabón y un metro desplegable; y un magnífico lápiz de esos rojos y planos, de carpintero, al que había que sacar punta –¡peligro!– con un cúter o navaja.

Aquel juguete fue en una feria, sustituyendo a la escopeta de plástico con tapón de corcho que solían enferiarle año tras año. Si en aquella feria fue el kit de carpintero fue porque aquel niño había decidido ser, de mayor, carpintero. Y si aquel niño había decidido eso, era porque Vicente Galbis Hernández, el novio de su tía Paqui –Francisca Amorós Pérez–, era carpintero. Carpintero hermano de carpinteros, hijo y sobrino de carpinteros. Hijo de Vicente Galbis Milán, sobrino de José Galbis Milán, carpinteros.

Por entonces, principios de los setenta, los Galbis habían realizado la magnífica puerta principal del Castillo de la Atalaya que, no exenta con el tiempo de algún acto vandálico, aún disfrutamos. También, entre otras cosas interesantes a los ojos de un niño que ocupaban a esta familia carpintera estaba, en días previos a las Fiestas, el montaje del trono de la Virgen en Santiago. Y no menos la reparación de toneles en bodegas de Yecla y Jumilla. Pero sobre todo, lo que atraía a aquel niño que a principios de los setenta deseaba ser carpintero, era el olor de la madera. Esa fragancia hechicera que se desprende en la fricción de un tablón. Esencia de virutas, serrín y resina.

Hay aromas –o pestes– que nos traen escenarios concretos. El olfato convierte ciertos olores en imágenes, los revela en un álbum fotográfico particular contemplando espacios vividos. Así, por ejemplo, el olor a lapicero nos lleva al colegio de los salesianos, en concreto a aquellos pasillos paralelos a las aulas, llenos de perchas donde colgábamos los abrigos. Como otro olor que no sé precisar pero que es un olor único, un olor cereal nos lleva a la despensa que había en casa de mi abuelo bajo la escalera, al final del amplio porche. Y sí, el olor de la madera nos transporta a la carpintería que tenían los Galbis en la calle Elda, allí me lleva y también aquí me trae la imagen de mi cariñoso tío Vicente, novio entonces de mi tía Paqui, jugueteando conmigo, niño, divirtiéndome.

A pesar de que las exigentes reconversiones de la empresa familiar les llevó de manera paulatina de la madera al caucho y plásticos inyectados para la fabricación de tacones y suelas para calzado, mi tío nunca abandonó su esencia artesanal carpintera. En todo tiempo hemos conocido de su mano maravillas que adornan y sirven en algunos espacios familiares, confirmando su destreza, su maestría, su ser lo que siempre fue: carpintero.

Reutilizando maderas que fueron para una cosa, reconvirtiéndolas en otra. Extrayendo como buen tallista el objeto que encierra la materia bruta. Recordándonos con su artesanía que la del mueble y otros trabajos en el ámbito de la carpintería habían sido –y acaso eran– señas de identidad de una Villena más diversa en su economía, antes de que el monocultivo del calzado las marginara.

Si el olor de la madera nos traía agradables imágenes, ahora es aroma más entrañable. Porque siempre nos recordará a mi tío Vicente, su amena conversación, su afectiva y comedida sonrisa.

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