El Diván de Juan José Torres

El Lancero

Como no siempre voy a escribir sobre la municipalidad y asuntos de Estado, aunque tiempo habrá porque no cesan los motivos, dedico este artículo a otra clase de municipalidad, pues no me negarán que la auténtica vida de los aconteceres mundanos no se encuentra sólo en los despachos y en los vestíbulos de los palacios, también en las calles y en los bares, algunos ya consagrados para el recuerdo, por ejemplo “El Lancero”. Los más jóvenes no lo han conocido, pero los que rondan los cincuenta formaron parte de una clientela de carácter poco menos que incondicional.
Este antro de aspecto cutre tenía un encanto especial, dedicándose al hechizo de la concurrencia el agrado y simpatía de los propietarios. De manera que tanto el visitante asiduo como el que accedía por vez primera se sentían como en casa y siempre se despedían con la promesa de volver. Se encontraba “El Lancero” donde hoy está la postiza -por olvido del responsable arquitectónico- cabina de proyección de la Casa de la Cultura. Mucho antes que la Kaku fuera un proyecto cultural ya existía el Lancero como realidad cultural, pues allí se dispensaban las soluciones municipales y universales que cada cual proponía.

Fue en agosto de 1957 cuando Juan Gómez y Rosa, su mujer, abrieron el recinto gastronómico-cultural y pronto los distintos gremios se adjudicaron sus espacios favoritos en distintas peñas, dependiendo del origen de los oficios. La más antigua fue la de la Cuarta, compuesta de albañiles, agricultores y trabajadores de la madera y apodada así por la cuartilla de vino que reclamaban siempre; la del Cotarro, principalmente estudiantes; la peña la Vía Ancha, gentes del ferrocarril; la Amistad, de procedencias más diversas; la del Rincón, que se aposentaba siempre en el último codo del habitáculo, y un sinfín de clientes no adscritos.

Con el tiempo se fueron incorporando al trabajo los hijos de los regentes, Antonio, Pedro, Rafael, Ana y Juan José. Las delicias del tapeo eran abundantes y destacaban entre el numeroso surtido las huevas de atún, las almejas, las inolvidables reinas (alcachofas rellenas de verdura y longaniza), el queso de Cabrales y las gambas de la huerta (las buenísimas zanahorias en vinagre). En cuanto a los caldos resultaba obligado el vino de arriba, un vino viejo cuyo barril se ubicaba en la parte mencionada; el blanco turbio, procedente de Fontanares y en verano el mezclado con siglo de limón, al que llamaban la porquería.

Acudían al Lancero personas de distinto signo y condición: jueces, notarios, empresarios, banqueros, profesores, estudiantes y los citados obreros. El traje o el mono, una vez dentro, no distinguía a nadie. Todos eran personas y el único idioma era el de la amistad y el lenguaje el de la calle. Se hablaba de toros, religión, fútbol, cotilleos y también política. Unos pensaban de una manera y otros de otra y la fiesta siempre estaba en paz. Y créanme que parte de la transición democrática villenense se coció allí. Y hasta en Fiestas, los “calenticos del Lancero calentaban al festero”.

El Lancero cerró sus puertas en junio de 1985 para dar paso a la Casa de la Cultura. La cultura del pueblo llano dio paso a la otra, más oficial y de sobra necesaria, pero siempre recordaré con cariño ese trato nada preferente pero exquisito y cordial, esa calidez familiar para con todo el mundo, ese rincón que aplacaba las tensiones de las jornadas de la semana y donde las diferencias de opinión se solventaban primero con el brindis, luego con el abrazo. Y cuánto echo de menos esas viejas costumbres en los tiempos de hoy. Anímense concejales municipales. Júntense y sean personas antes que políticos. Como en El Lancero.

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