El Ordenanza

El miedo que tengo

El Ordenanza. Capítulo 71

Jornada 1

  • No hay nada como escuchar el canto de los pájaros en plena naturaleza, ¿no crees?
  • Desde luego. ¿Sabes? Te voy a hacer caso.
  • ¿Vas a leer “La venganza de Don Mendo, Nacho?
  • Necesito una lectura que me anime, Avelino.
  • No te va a defraudar. Muñoz Seca es agudísimo.
  • Es un autor que desconozco casi completamente.
  • Es un escritor pulcro y formal, aunque esté tratando los temas de una manera desenfrenadamente loca. El mismísimo Don Ramón María del Valle-Inclán dijo de él: «Quítenle al teatro de Muñoz Seca el humor, desnúdenle de caricatura, arrebátenle su ingenio satírico y facilidad para la parodia: seguirán ante un monumental autor de teatro».
  • Interesante… las referencias son muy prometedoras: Valle-Inclán y tú, Avelino.
  • Yo no soy más que un aficionadillo a las letras…
  • ¡Anda, anda! ¡No seas modesto! Todas las lecturas que me has recomendado, han sido muy enriquecedoras. Recuerdo cuando me aconsejaste la lectura de Dueño del mundo, de Jules Verne, o leer a Lovecraft o a Sharpe. Tienes muy buen gusto.
  • Bueno… lo que sí he de decirte es que, mi admiración por Pedro Muñoz Seca viene de largo.
  • ¿De largo?
  • Mira, te voy a enseñar uno de mis mayores tesoros. Si no recuerdo mal, debe estar en… este estante… ¡aquí está!
  • ¿Un recetario?
  • ¡Oh, no! La cubierta es un recetario pero, en su interior, guarda un librillo de memorias que escribió mi propio padre de su puño y letra.
  • ¡Vaya! ¡Eso sí es un tesoro!
  • En uno de los capítulos en los que relata su niñez, habla de cómo la Guerra Civil lo sorprendió con su padre en Madrid, donde habían ido a parar huyendo de la hambruna del sureste español. Allí conoció al dramaturgo, aunque en sus últimos días.
  • ¿Me permites que lo lea, Avelino?
  • Por supuesto, yerno. Yo iré a ver si Aurora y Anna necesitan ayuda en la cocina: hoy nos tienen preparado un menú especial. Ven cuando termines.
  • Así lo haré.
  • Perfecto. Disfruta de la lectura.
  • Gracias.

Jornada 2

 “[…] y allí nos encontramos mi padre y yo, trabajando en la destartalada cárcel de San Antón, en el otoño del 36. Yo tenía siete años y, por aquel entonces, había visto demasiado.

El odio olía a sangre, a vino y a heces en el Madrid asediado. Menos mal que nosotros no tuvimos problemas, gracias a Dios y al tío Cuca, paisano nuestro, que nos proporcionó techo y trabajo, aunque fuera cavando, lo que creíamos eran fosas defensivas y resultaron ser comunes, en la fría sierra madrileña.

A pesar del frenético trasiego que parecía campar en la capital del país en estos primeros lances de la contienda, la verdad es que los días eran bastante ociosos (al menos en San Antón).

Los presos se reunían en pequeños corros, hablando unos, rezando otros, para matar las horas y, los milicianos, para distraerse, blasfemaban y provocaban a los reclusos. A veces, alguno de los retenidos allí, se encaraba con uno de los guardias y eso le valía una buena manta de golpes, lo cual era celebrado por unos, maldecido por otros y entretenido para todos.

Fue en una de esas en que conocí a don Pedro. Había oído hablar de él, de que amenizaba las largas tardes con cuentos y ocurrencias pero, en aquel momento, acababa de recibir un puñetazo en la mejilla y yacía en el suelo, derribado pero no vencido. Su magnífico bigote se había tornado ya mostacho y asomaba descontrolado por las bigoteras, tras el impacto del puño del miliciano al que acababa de escupir en la cara mientras gritaba.

Esa misma tarde se me acercó y, muy afable, bromeó sobre lo raído de mi gorra y los moratones de mis rodillas. Aquellas bromas (junto con otras) se sucedieron al día siguiente y al siguiente hasta que, cada tarde, era yo el que le buscaba para que me contase algún cuento ocurrente y disparatado.

Debido a que el trabajo se hizo más intenso (debíamos cavar hoyos más grandes más rápidamente), me resultaba difícil encontrar tiempo para ir a verle, aunque me las ingeniaba para estar con él un buen rato todos los días.

Una de las últimas tardes de noviembre, al llegarme a su vera lo vi serio, muy serio. Hablaba con dos hombres y un cura. Andaba de un lado a otro y, de tanto en tanto, se llevaba una mano a la frente. Al verme, se disculpó ante sus interlocutores y se vino hacia mí.

  • Es una cuestión de tiempo que dejemos de vernos, amigo mío. Pronto me trasladarán a otro lugar.
  • ¿Van a llevarlo a otra cárcel, don Pedro?
  • Algo parecido, chaval. Cuando toda esta astracanada de guerra termine, debes aprender a leer y a escribir correctamente.
  • Descuide, don Pedro. Aprenderé a leer y a escribir… como los señoritos.
  • No, Julián, como los señoritos no: como los ávidos por saber.

A la mañana siguiente me enteré de que ya no iba a volver a ver a don Pedro nunca. Esa noche fue uno de los transportados en las sacas de Paracuellos. Dinamita, un miliciano mal encarado, presumía de haberle cortado el bigote y haberle requisado el gabán. Otro, más piadoso, aseguró haberle pedido perdón por tenerle que matar”.

Jornada 3

Le parecerá extraño que, siendo el protagonista del capítulo de hoy una pifia de la Segunda República, mal que nos pese los que no nos tragamos a su nieto, ponga de hilo musical a un republicano a ultranza pero, ¿sabe una cosa, amigo lector?: la sensibilidad y la risa son parámetros por encima de los pensamientos de otros.

“Podéis quitarme el reloj, la cartera o las llaves y hasta la vida. Pero hay una cosa que no podéis quitarme: el miedo que tengo”.

A la memoria de Pedro Muñoz Seca (20 de febrero de 1879 - 28 de noviembre de 1936) y Pau Casals (29 de diciembre de 1876 – 22 de octubre de 1973).

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