De recuerdos y lunas

Imposible Ismael

Podríais haberme llamado Ismael. Cuando mis padres me concibieron ese es el nombre que tenían pensado para mí. En el fragor amoroso, envolviéndose como olas de espuma, soñaban con el mar. Un canto de gaviotas parece que les dictó mi nombre. Pronto me acostumbré a oír las brisas y a sentir el deseo de conocer las estrellas. Y la luna que regula las mareas. La arena de las playas. El quejido de las ballenas. El salto de las orcas. Los amaneceres y las puestas de sol... Deseos de conocer todos los sones de la naturaleza.

En mi mundo oscuro de agua, el viento me inquietaba al hacer crujir las ramas, pero pronto aprendí que descifrando su música era menos miedo y, en ocasiones, hasta hermosura. Podríais haberme llamado Ismael, el nombre que las gaviotas y los mares dictaron a mis padres. Yo empezaba a sentir las ilusiones de ellos como mías porque en todos sus proyectos estaba yo: Navidades en la playa, veranos en la montaña o en el pueblo caluroso de mis abuelos, viajes a ciudades, conciertos, lecturas, estudios... Muchas cosas, todas las cosas, giraban en torno a mí que, aunque parece que no era, sí que era porque ellos hablaban de mí y decían mi nombre, Ismael. Ismael por aquí, Ismael por allá. Ismael. Las puertas del futuro que yo abría abrían sus ilusiones. Mis padres decían mi nombre con mucha alegría. Decían mi nombre añadiéndole sus apellidos. Y les gustaba como sonaba porque sonaba bien. Tenía ritmo. Y se divertían imaginándose cómo podría ser yo. Cómo sería yo. Cómo mis ojos, cómo mi nariz, cómo mi pelo, el color de mi piel, el tono de mi voz... Incógnitas que alentaban el deseo por conocerme. Pronto me acostumbré a los ruidos. También a los movimientos que al principio me inquietaban. Sonidos y movimientos que alentaban aún más las ganas por ver lo que había más allá del universo interior y caliente, más allá del océano amniótico donde yo vivía. ¡Cuánta curiosidad! ¡Cuánto deseo por ver la luz! La luz de los lugares de los que oía el nombre. Y sentir los sentimientos compartidos entre mis padres. Ser. Quería ser. Tenía desesperación por ser. Y este deseo creciente vencía el miedo ante lo desconocido.

Quería ser. Ser Ismael. Ser con ese nombre querido por mis padres que amaban el mar. Es fácil que yo también amara el mar. Su voz de salitres. También es fácil que amara los montes. Respirar los romeros, los tomillos... Aprender el nombre de todas las plantas. De los pájaros. Y amar. Amar a alguien y amar alguna causa que amalgame a los hombres.

Podríais haberme llamado Ismael si los miedos y las dudas no hubieran finalmente vencido a mis padres. Porque un día vinieron los miedos y las dudas ante el futuro. Entonces, las ilusiones se trocaron en temores. Fue como si el peso de la responsabilidad superara a todos los sueños. No lo sé con certeza porque en mi mundo los sonidos se mezclan, pero tengo la impresión de que mi padre quería que fuera. Pero yo siendo él y siendo de él no estaba en él y tuvo que aceptar lo que finalmente decidiera mi madre. De la que yo también era. Y si fui carne, porque amándose fueron una sola carne, finalmente no sería poco después de plantearse la posibilidad de que no fuera. Quebrando todos los sueños.

Podríais haberme llamado Ismael. Podríais haberme llamado. Pero no fui para la luz. Nunca vi la luz. No sé muy bien por qué... Ismael... Mi nombre de mar... Mi nombre que Dios escucha.

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