La Rockola de Fernando

La calle de mi niñez

Aparco, por suerte justo en la puerta de la casa de mi hija, la misma que fue de mi padre y luego mía. Cuatro generaciones ya las que hemos dormido bajo su techo y tres cuya infancia ha transcurrido ahí. Apago el motor pero no me bajo del coche, me quedo mirando a la calle, tal vez porque el peso de los recuerdos me impide levantarme, y es que hay recuerdos que van pesando lo que toda una vida.
Y entonces, sin moverme de allí, me voy muy lejos en el tiempo y veo a un Fernando con 5, 6, 7... y más años que en compañía de sus amigos se adueñaba cada tarde, a excepción de las de lluvia, de aquella calle que ahora podría ser lo que llaman un "espacio multifuncional" y que dependiendo de las estaciones del año, servía para jugar a unos juegos o a otros. En ella cabían desde esos partidos de futbol en los que, invariablemente, la pelota caía en el jardín de algún vecino hasta esas laxas tardes de verano, en que por la mañana fabricábamos unos útiles que con pinzas clavadas en una madera y gomas, servían para disparar diferentes objetos a los gatos (generalmente), hasta unos remedos de aquellos pin balls de la época que también y siempre a base de madera, clavos y gomas, vendíamos allí en la acera a otros niños que, una vez se había corrido la voz, nos iban visitando cada tarde de aquellos veranos, hasta que con el paso de los días, disminuía tanto el interés del comprador como el del vendedor y a otra cosa mariposa.

La primavera era el momento de jugar a canicas y a las chapas. Recuerdo que mi tía me había traído de la vecina Francia una bolsa enorme llena de canicas de cristal de múltiples y variados colores y tamaños de la que yo presumía como un pavo, aunque reconozco que para jugar prefería aquellas de cerámica maciza o piedra, más bastas pero más controlables a la hora del tiro y también menos valiosas a la hora de tener que pagar la partida perdida.

Con la maduración de las primeras frutas de verano, venia el abandonar la calle y acercarnos a cualquiera de los muchos frutales que habían en campos cercanos. Era ya una aventura mayor, que nos llenaba el cuerpo de excitación infantil, temiendo ser pillados en cualquier momento por el dueño del campo o lo que era peor, por el guarda, el cual se contaba que había disparado un cartucho de sal a un muchacho en un huerto de naranjas. Nunca vimos al guarda ni nunca supimos de tal muchacho, en un espacio en el que nos conocíamos no solo los nombres de los de nuestro barrio, sino de los barrios limítrofes también, por lo que con el paso del tiempo y mientras iba creciendo, llegué a la conclusión, de que dicho guarda sería lo que ahora llamamos un "fake", esto es, una invención inexistente.

El verano también traía el ir a jugar a las diferentes acequias de riego que surtían aquellos campos, algunas lo suficientemente alejadas como para tener que ir en bicicleta. Eso ya era harina de otro costal, pues invariablemente y verano tras verano, acababa de la misma forma: con reprimenda de los padres y castigo de no utilizar la bici en unas semanas.

El otoño empezaba a marcar la cortedad de la tarde y los juegos eran entonces más de actividad frenética: jugar a pillar, al tú la llevas y a otros similares que inevitablemente te hacían correr, eso sí, siempre tras la merienda, ese momento de calma en que todos sentados en círculo, masticábamos y hablábamos de lo que entonces eran nuestros asuntos de importancia, muy alejados de los que llegarían al ir haciéndonos hombres. Luego llegaba el invierno y ahí la calle casi que desaparecía tragada por la oscuridad temprana de la tarde, salvo esos días navideños en que era nuestra durante todo el día.

No eran aquellos tiempos de coches pasando por las calles, uno allá las mil y que al grito de... ¡coche! detenía toda la actividad del momento, ni junto a las aceras aparcaba ninguno que acotara más nuestro espacio de juego. Luego fuimos creciendo, con ello las primeras chicas y los primeros guateques, se acababan los juegos y entrábamos en el terreno de la adolescencia que, en aquellos tiempos era más temprana que la de ahora. También los coches empezaron a crecer en número y a ir ocupando su espacio en la calle hasta el punto de que ya como padre, se hizo impensable el que mi hija pudiera jugar como yo lo hacía.

El motor de cuatro tiempos se fue poco a poco adueñando de la niñez de las calles y donde antes había risas y carreras, hoy ya solo hay eso, vehículos de gente cuyos hijos ya no juegan en la calle. Hoy en día, si queremos ver a niños jugando en la calle, hemos de ir a pueblos pequeños o barrios de otros pueblos algo más grandes muy orillados hacia las afueras. Allí y tal como ocurre en el mío, la calle sigue teniendo dueños desde que salen del colegio hasta que se cierne la noche. También hay bocadillos y círculos donde se conversa de todo, menos de la niñez, esa solo la recordarán dentro de mucho tiempo, como ahora hago yo.

(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba