El Diván de Juan José Torres

La casa de los díscolos campistas

No os sintáis culpables. El inconveniente de las listas cerradas o su riesgo es que pase lo que os pasa. Las listas abiertas ofrecen la ventaja de que nadie es esclavo de nadie y nadie está sujeto al voto obligado y sólo queda el compromiso con los electores. Las listas cerradas, en cambio, deparan sorpresas, pues la ilusión inicial puede verse cortada de raíz si el bacalao lo cocinan cuatro obviando y menospreciando al resto de la lista. Esto es lo que hay. Existen casas con fachadas de premio con la trastienda putrefacta.

Esa apariencia de que aquí no pasa nada y que todo funciona como un reloj se desmonta con los hechos, siendo público que la alcaldesa Celia, Jesús Martínez, Chimo Valiente y María José Hernández, por este orden, deshacen y deciden; que Abellán y Peralta, que volvieron al redil para que no les corten el pelo ni les falte el cocido, son títeres sin cabeza como ramas sin sombra; que José Joaquín Oliva debería irse a casa a curar sus secuelas.

Las luchas por corrientes de poder, las familias políticas, el abrirse hueco a codazos a costa de golpear los costados del de al lado, caminar pisoteando para llegar a una meta dejando sangre, enfermos o depresivos por el camino es lo que pasa en la trastienda de la casa. La fachada engaña. No habita en ella una familia tradicional, unida y de bien. A través de las ventanas se aprecian los insultos, las descalificaciones, las amenazas, las bofetadas y los gritos, y de vez en cuando se oye un “como sigáis así os quito la paga”. “Y ahora os quedáis castigados cara a la pared y luego os encerráis en vuestro cuarto”.

Hasta aquí todo normal porque en todas las casas cuecen habas. Pero resulta, respetados lectores, que esta casa no es particular. Es una casa pública que se llama Ayuntamiento y los ingresos de cada miembro de la unidad familiar los pagamos el resto de las familias que vivimos en casas particulares. Algunos se fueron de la casa, dieron la vuelta a la manzana y volvieron, no era cosa de pedir en las esquinas como el falso hijo del “Calaco”. Otros dicen a la administradora –no olviden que es un matriarcado– que allí no hay quien viva y que se van de la casa. Lo dicen todos los días, no se sientan ni a cenar ni a comer y además un día dicen que sí y otro que no. Y la mayoría de las veces no dicen nada. Amenazan con irse pero no se hacen el equipaje, ni siquiera una mochila y un pañico.

Todo hubiera sido más sencillo si la invitada, Cristina Costa, que acudió por si acaso volvía la paz, no hubiese sido despedida. La administradora no quería ni intermediarias ni mediadoras y le señaló con el cetro la puerta. Así que la adolescencia rebelde sigue castigada cara a la pared, pero con los armarios llenos. Sólo a uno llamado Juan se le quitó la prima pero sigue viviendo allí. Los otros cuatro, Mari Paz, Adela, Virtudes y un tal Pedrosa odian a la madrastra, quieren irse de alquiler pero no se deciden y reciben, de vez en cuando, serias advertencias del mayordomo, un ocioso “forista” que pinta y que les va a romper las acuarelas en las cabezas como se muevan, aunque se le salga el hombro.

Así que, el vecino que esto escribe, os aconseja que, o bien os vais de esa casa y os marcháis a la vuestra, o bien ponéis cara a la pared a la administradora y le quitáis, si podéis, la paga a ella y a sus lugartenientes. Que las demás casas están hasta las narices de esa casa de todos y hechizada de tanto desorden público.

Nota de Redacción: Esta columna, escrita el viernes 22 de enero, tenía que haber salido publicada el próximo viernes, día 29. Los acontecimientos, no obstante, se han adelantado…

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