La Rockola de Fernando

La Rockola de Fernando: Balada de otoño

Viernes por la tarde. Un olor a ozono y que solemos describir como el de tierra mojada, invade todos los rincones de esta montaña en la que me encuentro. La chiquillería vocinglera que, hasta hace nada llenaba la calle, hace ya un rato que ha dejado de oírse, y es que la lluvia limpia, en algunos casos, hasta el sonido.
Es la primera lluvia de septiembre y trae así, inesperadamente, un montón de recuerdos. Nunca hasta hace poco me había fijado en que los recuerdos parece que vayan rellenando el espacio, que la vida, en su lenta huida, te va dejando. Recuerdos de niñez y de adolescencia sobre todo, en los que aprovechando esta tranquilidad, no puedo sino dejarme mecer por ellos. Y es que, un año más, hace su entrada el otoño. Los árboles empezarán a mostrar su paleta de amarillos y rojizos hasta quedarse desnudos. El campo entero mudará de color y de paisaje y los pájaros que lo alegraron durante el verano, pronto emprenderán camino hacía lugares más propicios. Quedarán vacías las playas, dando a la arena su merecido descanso. Los veraneantes volverán a sus habituales quehaceres en ciudades a veces grises y retomarán su verdadera identidad hasta el próximo año.

Los días empezarán a empequeñecerse, como si quisieran huir del frío que pronto nos visitará. También los hogares cambiaran la fisonomía y sufrirán un cambio de ropajes y de colores. Cambiarán también de horarios y esa chiquillería ociosa, ya de vuelta al colegio, sustituirá el “me aburro” por el “estoy cansado”. Las mesas de la cocina o del comedor se llenaran en cenas y comidas de recuerdos de lo vivido y muchos ordenadores, escribirán cartas a incipientes amores que, lo más probable, no lleguen a ver la Navidad.

Los pasos tranquilos del verano se volverán largos y apresurados, y las terrazas bulliciosas irán dando paso a fumadores ateridos por el frío, pero invencibles en su viciosa terquedad. El hogar se irá convirtiendo en refugio acogedor y no en la lanzadera callejera en la que se convirtió en verano y los humeantes guisos caseros de las abuelas sustituirán a toda esa pléyade de apetecibles platos frescos que tanto alabábamos no hacía mucho.

Conforme se alargue la noche, empequeñeceremos los cuerpos y engrandeceremos las confidencias. Menguarán muchos deseos y renacerán viejos sueños que, por suerte o por desgracia, nunca se sabe, jamás pasarán de ser sueños. Desempolvaremos las viejas prendas de abrigo del armario, las cuales airearemos convenientemente para que pierdan ese olor a naftalina, o antipolilla en versiones más modernas, que nuestras madres nos acostumbraron a usar, herencia que recibieron a su vez de las suyas y como en esto nunca hay acuerdo, durante un tiempo las calles serán un abigarrado muestrario de ropajes y modas, donde se mezclarán colores y temporadas, hasta el punto que, viendo tal mezcla, difícil sería adivinar en que estación nos encontramos.

Y yo volveré a ser niño. Volveré a abrir aquella puerta de rejas del jardín, tras la cual siempre me esperaba una abuela que sonreía al verme, me obligaba a darle dos besos y después, como si supiera que era lo que me hacía feliz, me pedía le cogiera un par de caquis del viejo palosanto que, ya hace años, al igual que la abuela, abandonó el jardín de la casa para pasar a ese otro siempre florido de la memoria.

Volveré a ver llover detrás de los cristales, como escribió el poeta, sin que haya ningún baile tribal de esos a los que era tan dado cuando la lluvia era de verano. El tren eléctrico volverá a recorrer las vías de mi recuerdo en ese dar vueltas de manera interminable, pero a las que la imaginación desbordante de los 9 años, las convertía en parte de mil y un maravillosos destinos que nunca se alargaban más que el espacio en donde el tren corría mientras el jefe de estación merendaba esa barrita de chocolate con un pedazo de pan.

Las noches se alargaban alrededor de una vieja radio en donde toda la corta familia se apiñaba alrededor a escuchar las aventuras del Capitán Tesa, Matilde, Perico y Periquín o el enorme Ustedes son formidables, mientras en las paradas para la publicidad, que también las había, nos cantaba aquel negrito del África tropical su canción del Cola Cao o todos coreábamos ese estribillo ya familiar de la lejía los Tres Ramos, que siempre dejaba blanca y radiante toda la ropa. El olfato volverá a llenarse de olores en los que la castaña asada y la calabaza serán los dueños y entonces, en esos momentos mágicos, íntimos, en los que el pensamiento se pierde por no sé donde, reniegue el no poder volver a ser niño o lo que es peor, reniegue de haber crecido tan deprisa.

Ahora y justo cuando voy acabando este escrito y al haber cesado la lluvia, las risas y gritos infantiles vuelven a la calle. Ellos no saben que, tal vez, dentro de muchos años, se encontrarán escribiendo un texto parecido a este y añorando lo mismo que ahora añoro yo. Bienvenido, amigo otoño.

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