La Rockola de Fernando

La Rockola de Fernando: Había una vez…

Yo tenía 4 años y recuerdo que fue una tarde de un día muy soleado. Era uno de los días de Navidad, concretamente el tercero, ese que ya ha desaparecido en combate con la modernidad laboral y productora. El día anterior había sido el día de la feria, tradicional visita en donde gastar parte de las estrenas recibidas, hoy sin embargo asistía a algo nuevo que, sin yo saberlo, me iba a marcar para toda la vida. Entramos en una gran carpa donde reinaba la oscuridad, tan solo atenuada por unas luces que lo intentaban iluminar todo sin iluminar nada en concreto. El ambiente era cálido y olía fuertemente a petróleo, aquel petróleo (ahora llamado gasoil) que lejos del actual, no contenía esos aditivos de ahora y hacía sentir su presencia allá donde se utilizaba. Olía también a humanidad, a cuadra y sobre todo a ilusión y a risas de niños.
Nos dirigimos hacia uno de los bancos de arriba, en la llamada general, pues la economía no daba para mucho más. Desde allí mi vista se encontró con una pista roja, bordeada por una ancha barandilla. Mirando hacia arriba se veían una serie de extraños aparatos que mi padre, siempre atento, me iba explicando con detalle, con ese cariño didáctico con que los padres enseñan a los hijos.

La gente seguía entrando y cada vez era más alto el nivel de las palabras, las risas excitadas de los niños y las voces de los que pasaban vendiendo bebidas y algo que masticar. De repente, se apagaron las luces. Empezó a sonar una música tocada en directo y un enorme haz circular de luz se hizo dueño de la pista. Alumbraba a una entrada de espectacular cortinaje, por donde hizo su aparición un hombre grande vestido con sombrero de copa y una levita de color también rojo, que empezó a dar las buenas tardes y a prometer un espectáculo sin igual.

A partir de ahí, los recuerdos se suceden como una amalgama de luces, música, color, risa, emoción, suspense, admiración, felicidad y sorpresa, sobre todo, sorpresa. Pero lo que más recuerdo fueron los elefantes, más allá incluso que los leones, focas, monos, camellos, caballos y perros, que aquel día fueron desfilando por la pista. Por supuesto que yo sabía lo que eran, ya que todos los domingos, salvo los veraniegos que tocaba excursión a la playa o al monte, era casi una religión para mis padres el acudir al cine.

En aquellas salas y de la mano de Tarzán Weissmuller y otros grandes, conocí lo que era la fauna africana, pero aquello, amigos lectores, aquello era otra cosa. Allí, a escasos metros de mi, aquellos animales de la tarde del domingo tomaron vida y pude verlos por primera vez, y así admirarlos y aprender a quererlos más allá de un acto de fe, en un acto de contemplación casi arrebolada. Aquellos elefantes que se alzaban tras sus dos patas y recorrían la pista cogiéndose al rabo del de delante. Aquellos leones que obedecían al valiente domador. Aquellos graciosos monos, capaces de hacer pillerías, y así con el resto de los animales.

Luego fue el camino de vuelta a casa, con la excitación todavía metida en el cuerpo, viendo la sonrisa en la cara de mis padres y la llegada al hogar, donde contarle en atropellado mensaje, a aquella abuela tan presente en toda mi vida, incluso la actual, todo lo visto, como si contándolo pudiera hacer posible que nunca desapareciera de mi vida.

Pasados los años fui yo, quien ya padre, llevó a mi hija a una de esas tardes de circo, para que pudiera vivir la misma magia que yo había vivido. Ahora que esa niña está a poco de ser madre y por lo tanto yo, abuelo, mucho me temo que, de seguir así las cosas, no pueda enseñar a mi nieta lo que es una tarde de circo de las de toda la vida, con payasos, trapecistas, magos, etc., y sobre todo, esos animales salvajes que, lejos de lo que piensan y dicen los animalistas, se encuentran muy bien cuidados y alimentados, pues nadie maltrata a su herramienta de trabajo.

El circo como tal llega a España en 1830 y empieza su declive en 1970, con la desaparición del histórico Circo Price. Hoy en día aún son miles las familias que viven del circo y apenas un centenar de ellos los que recorren nuestra geografía. En contra, son ya más de 300 las poblaciones que prohíben espectáculos con animales, aunque sí permiten la caza y el sacrificio de perros sin dueño. Y es que en esto, como en muchas cosas más, la política de la modernidad o la modernidad política, vaya usted a saber, mira más por los animales que por las familias que se verán abocadas al paro y el ostracismo por culpa de leyes que yo no entiendo ni admito. Mi nieta, vuestros nietos, ya no vivirán una cosa más de las que nosotros vivimos con alegría.

«El circo es el único espectáculo que conozco que mientras se mira
proporciona la sensación de vivir en un sueño feliz»
. Ernest Hemingway, 1954.

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