El Diván de Juan José Torres

Las barbaries nunca fueron santas

El terrorismo ha vuelto a golpear con saña a la sociedad española, como hace unos días en Londres o París. Volverá a hacerlo en cualquier otra ciudad para acrecentar su espiral asesina. Caducadas las guerras convencionales, no tienen estos energúmenos otra opción que dañar con estrategias baratas, maquiavélicas y suicidas. A saber dónde y cuándo será el próximo asalto para atemorizar a gentes normales y pacíficas. Las sanguijuelas que lideran el yihadismo reclutan a descerebrados sin alma, porque carecen estos de principios, cultura, inteligencia y el más elemental sentido común. Son adoctrinados para consignas salvajes sin cuestionarse el por qué de las cosas.
Siempre ha sido así, cuando los generales de todo el mundo, en los conflictos pasados y recientes, observan las carnazas desde la retaguardia para que sus soldados, carne de cañón, sean descuartizados en las trincheras para dejar viudas y huérfanos, con medallas póstumas al mérito y al valor y pensiones vitalicias a los damnificados. Bien como nuevos lobos solitarios, bien organizados en enfermizas células, no obtendrán estos fanáticos insignias posteriores, tampoco pagas sus familias; pero creerán que sus sangrientas acciones merecen premio, como que figuren sus nombres en las estúpidas listas de mártires y sean bendecidos y recogidos por Alá, su Dios misericordioso.

No saben estos incrédulos que no existe ningún Dios que ampare a los vengativos, que proteja a los sedientos de odio, que perdone a los que sesgan las vidas de inocentes. Ninguna Ley Divina puede tolerar ni permitir la sinrazón que se manifiesta con el terror, porque dejaría de ser gloriosa y estaría contaminada de los defectos terrenales y tangibles. Los potenciales saboteadores que están dispuestos a morir, destrozando vidas, deberían iluminarse, aunque fuese en un minuto de reflexión, para llegar a la conclusión que no hay paraíso que les espere en ninguna parte si les guía la violencia y están dispuestos a mancharse las manos de sangre.

No existe el perdón sin compasión, pero es imposible la clemencia a quienes desprecian las vidas ajenas. Si la piedad de su Dios fuera inmensa no serían estos verdugos criminales quienes estarían dispuestos a sacrificar sus propias vidas, sino sus propios líderes; sin embargo se esconden en los rincones de la cobardía mientras enrolan a idiotas sin criterio, como los viejos coroneles japoneses que instaban a desesperados pilotos a inmolarse en sus vuelos kamikazes. La violencia jamás será el camino para resolver los problemas, porque engendra más odio y revancha, convirtiendo así una deseable travesía en línea recta en un círculo concéntrico de rabiosos adoquines donde no se encuentra nunca el final.

Las sociedades desean vivir libres y en paz, no esclavizadas por el temor y la desazón. Las víctimas inocentes nos recuerdan todos los días que ninguna amenaza con la bandera del miedo va a cambiar las cosas y que no estamos dispuestos a sucumbir al desorden y a la locura. La crueldad no va a conseguir que dobleguemos las piernas y nos sometamos de rodillas, más bien al contrario, caminaremos más juntos y más fuertes, luchando por mantener unos derechos que costaron siglos conseguir. Son ellos, los destructores de esperanzas, quienes deberían reivindicar justicias, respetos y tolerancias en sus países de origen para que gobierne la sensatez, no la atrocidad.

Las Santas Cruzadas contra los herejes y las Guerras Santas contra los infieles fueron una quimera. La propia historia de España nos relata conspiraciones de parientes de reyes en pequeños reinos que se aliaban con los musulmanes para entronarse ellos, al igual que dirigentes árabes que negociaban con nobles cristianos para acceder a sus reinos de taifas; las presuntas ideologías religiosas al servicio de intereses y beneficios particulares. Hoy ningún idólatra va a conseguir rentabilidad por sus terroristas acciones, si acaso morir sin una sublime causa y rendir a la nada una vida sin sentido.

Estos sucesos, no obstante, no deberían hacernos caer en la trampa de la xenofobia, tentación muy gratuita y peligrosa en los tiempos que corren. Los exaltados son unos pocos y no tiene por qué pagar nadie por sus atropellos ni inculpar a una población de forma generalizada. Me gustaría ser políticamente correcto, pero no puedo. Yo sí tengo miedo, pero el mismo pavor hace que reaccione y rompa el cómplice y cómodo silencio.

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