El Ordenanza

Las dos Hispanidades

El Ordenanza. Capítulo 165

Escena 1

  • Entendemos, pues, que en lugar de emprender acciones que mejoren el día a día de los vecinos de nuestra ciudad, el Ayuntamiento destina sus esfuerzos a aprobar una acción que traerá quebraderos de cabeza a los vecinos de la zona, ya que tendrán que tramitar sus DNI, el catastro, los bancos, etc. El espíritu de la Ley de Memoria Histórica habla de reencuentro, de reconciliación, de concordia y de respeto al pluralismo. No intenta implantar una memoria colectiva selectiva. Entendemos que es una actuación sectaria y con propósito de dividir a la sociedad para obtener beneficios políticos. Debería, señor alcalde, pensar en mantener las calles limpias en lugar de cambiar sus nombres. Gracias.
  • Por alusiones, tiene la palabra el alcalde de la ciudad.
  • Señores concejales, señor Acevedo… creo que ustedes acaban de descubrir nuestras aviesas intenciones: pretendemos que, los vecinos de las calles afectadas, no tengan que llevar en su DNI el nombre de alguien vinculado a un acto de sangre.
  • ¿Y Rafael Alberti sí que puede tener una calle?
  • Señor Acevedo, le recuerdo que no debe usted quebrantar el turno de palabra.
  • Perdone, señor secretario.
  • Prosiga, señor alcalde.
  • Es curioso que, como ejemplo, haya escogido usted a Alberti, que siempre pidió tratamiento humano al enemigo, aún en mitad de fusilamientos y bombardeos, señor Acevedo. Creo que voy a justificar su desafortunada alusión al poeta gaditano, como un fallido intento de sustentar su ridícula argumentación. A lo mejor, señor Acevedo, debemos devolver el yugo y las flechas a sus legítimos poseedores, Sus Majestades los Reyes Católicos y, hacer saber que, gran parte del antifranquismo, lo originó el propio Franco con su abominable forma de proceder. Gracias.

Escena 2

  • ¿Sabe, señor alcalde? Me pareció muy oportuna su breve intervención de anoche.
  • ¡Oh! ¡Gracias, Avelino!
  • ¿Me permite contarle una historia? Prometo ser breve.
  • Cuente.
  • Mi padre siempre me contaba chascarrillos de su niñez y juventud. No era de familia pudiente y, en casa, gobernase quien lo hiciera, pasaban más penas que glorias. Así, cuando empezó la Guerra, con doce años, ya llevaba tres como aprendiz de pintor de brocha gorda, ayudando al tío Alicio: un izquierdista militante que sólo buscaba igualdad y libertad. El cuñado de Alicio, que era un fotógrafo reconocido en la comarca, fue apresado en abril del 39 y condenado a 20 años de cárcel por el delito de auxilio a la rebelión. Debido a esto, la razón se nubló en la cabeza del pobre pintorcillo que, a sus cuarenta y nueve años, había visto cómo se truncaban todas sus esperanzas de poder pasear con libertad por la acera derecha de la Corredera: la acera por la que paseaban los ricos.
  • ¿La acera de los ricos?
  • Sí, señor alcalde. Esta población no estaba exenta de discriminaciones por clase social. El caso es que, al tío Alicio se le ablandó el seso, en palabras de mi padre y, el día anterior al solsticio de verano, fue sorprendido tras la estación de ferrocarril con cubo, brocha y manchas de cal fresca en las manos, tras escribir con irregular caligrafía un “Viva la Libertad” en uno de los sucios vagones de carga.
  • ¿Qué fue de él?

Escena 3

  • Reunido el Consejo de Guerra contra Alicio Llebres Román, en el día de hoy, veinte de junio de mil novecientos treinta y nueve, se encuentra al acusado culpable de los cargos de adhesión a la rebelión, traición a España y al Generalísimo que se le imputan, y se le condena a la pena máxima, la cual será ejecutada sin más tardanza, al despuntar el sol de mañana. ¿Tiene el reo algo que decir?
  • No…
  • Quitadlo de mi vista.

Escena 4

Temblaba. Su rostro, hinchado de tanto culatazo, temblaba con la proximidad del primer amanecer de un verano que no vería terminar. La sangre se agolpaba en su garganta mientras era conducido, en el interior de un automóvil negro como el odio, hacia el solar que poseían las monjas trinitarias (que luego se convirtió en cine), donde le esperaban unos cuantos fariseos, vecinos vestidos con camisa azul y una fila de soldados de la Segunda Bandera de Castilla.

Lo bajaron del coche sin cortesía y lo colocaron, a golpes, entre el muro y el pelotón. «¿Dónde está Azaña ahora?» le gritaban mientras un soldado le vendaba los ojos. Alguien leyó nosequé de Dios, Patria y algo más que apenas pudo entender. Temblaba. «¡Pelotón! ¡Carguen! ¡Apunten!». Los primeros rayos de sol le atravesaron el pecho y el abdomen. La descarga hizo que se doblara y cayera de rodillas. Las palomas volaban espantadas. A cada entrecortada respiración, sus pulmones se rasgaban de dolor. Uno de los falangistas asistentes, echó mano de su Astra 300 y, acercándose bravucón a él, le gritó: «¡Púdrete en el Infierno, rojo de mierda!».

Se escucharon seis detonaciones más.

El pelotón giró al unísono sobre sus talones y emprendió, acompasado, el regreso. Los fascistas, que todavía se burlaban de él, decidieron irse a desayunar (no sin antes escupir y hasta miccionar encima del cadáver). Lo dejaron a solas con su muerte.

Minutos más tarde, su mujer y su cuñada, entre llantos, se lo llevaron como buenamente pudieron para darle sepultura extramuros. Sin lápida. Sin memoria. Sin nada.

Por eso, señor alcalde, Avelino y yo estamos de acuerdo en que se sustituyan nombres de calles que recuerden la barbarie que significó la Guerra Civil, para que no volvamos a caer en algo semejante.

Sus asesinos lo hicieron libre

(Fuente: M. Ors - López Hurtado, 2010)

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