El Ordenanza

Las ratas

El Ordenanza. Capítulo 162

Escena 1

Las ratas, los pequeños y odiados vecinos que nadie quiere en el barrio, entran y salen a su antojo por las infinitas rendijas de la casa en ruinas que muere y tiñe de tristeza decadente y patriótica, la sombría calle que lleva el olvidado nombre de uno de sus antiguos moradores.

Los propietarios, los herederos, que nunca han puesto el inmueble en venta, hace años que desaparecieron del padrón municipal, quizá sacando provecho de los méritos de guerra del titular de la mencionada calle, que no fueron otros que hacer su trabajo: matar rojos-marxistas y reparar una ametralladora en un pueblecito de La Mancha manchega, en enero del 39.

El mismísimo Ministerio de Gobernación del Caudillo de España (por la G. de Dios), recordemos, exhortó a la corporación municipal de aquellos años, a que se le nombrara Hijo Predilecto de la ciudad y que se renombrase la calle con su rango y sus apellidos.

Lástima de casa, que vio nacer un hidalgo que honró, con su propia sangre, el cambio de régimen acaecido en España durante el segundo lustro de la tercera década del siglo pasado y que ahora, se desintegra cascote a cascote.

Demasiado tiempo expuesta al abandono, la fachada llora elementos ornamentales sobre el asfalto. Al lento ritmo de la piedra, las lágrimas de escayola y argamasa, caen de los dinteles a tiempo real. A velocidad real.

Los más dramáticos pueden decir que es un peligro mantener el edificio en pie, apoyando su alegato en que los desprendimientos podrían causar una desgracia si alcanzasen a caer encima de un niño, una familia o algo. Imagino que muchos se quejarán del abandono institucional con respecto a la propiedad privada, aunque es esta precisa condición la que ate de pies y manos a las instituciones públicas. Intuyo, incluso, ilusos que (como yo) sueñan con la restauración de su esplendor y su aprovechamiento como casa de encuentro con nuestro pasado.

No pido que se renombre la citada calle como “Calle de los 142 condenados”, el número de procesados que se apresaron, se juzgaron y condenaron en la ciudad al acabar la contienda. Ni siquiera, muy a mi pesar, reclamaré que alguien recuerde a los veinticuatro fieros bolcheviques que fueron ejecutados: jornaleros, ebanistas, pintores, ferroviarios, barberos (curioso es que, los enemigos de la tierra que conformaba la patria, fueron los que la trabajaban). No lo haré, porque la memoria histórica debe ser neutral y no solo disparó en la nuca un bando, así que, tampoco propondré el nombre de Calle de la Guerra de la Vergüenza.

Le juro que, cada vez que imagino a Avelino pasando por la decrépita ruina situada en la calle del Capitán López Tarruella, trago bilis y maldigo la hora en que, los herederos de los flamantes Defensores de España, la abandonaron a su suerte después de haber sacado todo el provecho posible de ella, mientras la otra mitad del país callaba por miedo, por supervivencia o por costumbre.

Al final, amigo lector, solo las ratas se benefician de la dejadez.

Escena 2

  • Mi Coronel, tenemos sospechas de que, en el Ayuntamiento, se han reanudado las conversaciones para sanear la zona y derruir el edificio.
  • ¡Cáspita! ¡No podemos permitirlo! Sargento Ratadeagüez, haga sonar la alarma.
  • ¿Qué?
  • ¡Que le muerda usted el rabo al gato, joder!
  • ¡Sí, hombre! ¡Con las malas pulgas que se gasta!
  • ¿Está cuestionando mis órdenes?
  • … un poco.
  • ¿Cómo?
  • Pues que, si lo que usted quiere es que la colonia entera se entere de que estamos en peligro, no es una buena opción que la alarma sea morder la cola de nuestro mayor depredador, mi Coronel. Yo buscaría algo menos arriesgado para avisarles… algo con mayores esperanzas de alcanzar el éxito, que ese gato es un demonio.
  • Cierto…
  • No sé… llámeme loco pero… ¡a saber cuándo fue la última vez que comió!
  • Y… ¿qué propone usted?
  • Pues… no sé… si quiere, salgo por el patio corriendo y chillando como una cobaya y avisando a todo quisqui.
  • Eso podría funcionar, sí. Proceda.
  • ¡A sus órdenes, mi Coronel! ¡Iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!
  • ¡Hay que ver esta juventud! Son capaces de lo que sea por tener la razón. ¡Mire! ¡Mire cómo corre! ¡Qué tonticos son!
  • ¡Estilo no le falta a la criatura! ¡Tiene madera de atleta!
  • Bueno, bueno. Dejémonos de tonterías. ¡Tenemos que urdir un plan de defensa!
  • ¿Qué podemos hacer, mi Coronel?
  • Déjeme que piense…
  • Qué le parece si llamamos al Maestro Splinter para que nos eche una… ¿Qué tenemos las ratas? ¿Manos? ¿Zarpas? ¿Paticas?
  • Creo que paticas, sí.
  • Bien, ¿llamamos al Maestro Splinter para que nos eche una patica?
  • Mi Coronel… el Maestro Splinter… es…
  • ¿Es qué?
  • Es un personaje de ficción, mi Coronel.
  • ¡Joder! ¡Y nosotros! ¡A ver si cree usted que las ratas de verdad llevan unos uniformes tan molones como el mío!
  • Pues, mire, no había caído en eso. De todos modos, el Maestro Splinter da bastante pereza. Ni siquiera tiene como pupilos a termitas, cucarachas u otras plagas del hogar. ¡Tortugas! ¡Madre mía! ¡Y ninjas! ¡Ja! ¡Por no decirle lo brasas que se pone dando lecciones de moral! ¡Una rata moralista!
  • Sí, la verdad es que es un person, sí.
  • Mejor, digo yo que… despistamos la atención del enemigo mandando un batallón sacrificable a un colegio y ¡zasca! ¡Un comando especial al Registro, para que roan las escrituras de la casa y otro al juzgado para que desaparezcan los expedientes! Así, al menos, nos aseguramos un parón de unos cuantos años de papeleos.
  • ¿Sabe? Creo que es una idea brillantísima, brillantísima.
  • Por algo soy el cacique de nuestra colonia, mi Coronel.

Escena 3

  • ¿Sabe, Avelino?  Acabo de leer el libro que me aconsejó.
  • ¿El de Delibes?
  • Sí.
  • Espero que le gustara, señor alcalde.
  • Delibes es imprescindible, Avelino. Gracias.

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