El Volapié

Los asesinos de José Antonio

El martes se conmemoró el aniversario de la muerte de un hombre carismático, un desconocido maltratado y vapuleado por la historia, expoliado por los vencedores e insultado por los otros, y precisamente por todo ello digno de admiración. José Antonio era un abogado que vivió condicionado por el hecho de que su padre fuese aquel dictador que estuvo gobernando en connivencia con Alfonso XIII hasta poco antes de que se proclamase la Segunda República.
Jamás hizo ostento de su Grandeza de España –era el Marqués de Estella– y se ganó la vida ejerciendo su profesión hasta el mismo momento de su ejecución, pues asumió su propia defensa en una causa que estaba vista para sentencia desde antes de que comenzara la misma.

Sus asesinos no sólo fueron los ocho fusileros que se presentaron voluntarios para formar el piquete del paredón en la cárcel de Alicante y que le dispararon a las piernas, obligando a dos tiros de gracia. El reo les había preguntado unos segundos antes si eran buenos tiradores, rogándoles fuesen certeros.

Sólo el socialista Indalecio Prieto emprendió algunas acciones para evitar primero su detención y después su ajusticiamiento, pero a ese nivel poco pintaba Prieto en el régimen bolchevique de Largo Caballero.

Sus asesinos fueron los policías que colocaron pruebas falsas para facilitar su imputación, lo mataron los diputados de la CEDA que votaron a favor de que perdiese su aforamiento como diputado y pudiese ser detenido, se lo cargaron los miembros del Gobierno que conocían su inocencia y permitieron su traslado a Alicante, donde le esperaba la muerte segura. Su asesino también fue quien desde el otro bando impidió cualquier posibilidad de rescate o intercambio, lo mataron entre el Ministro de Justicia, el director de la prisión, juez, el fiscal y los miembros del jurado de un vergonzoso Tribunal Popular, cuyas actas se pueden revisar en la actualidad y no dejan lugar a dudas desde el punto de vista jurídico.

A José Antonio lo mataron y muchos fueron los testigos de su muerte. El último testimonio conocido es el de Joaquín Martínez Arboleya, un joven empresario uruguayo que por esos días se encontraba en Alicante y que fue invitado a la ejecución.

Y después fue sepultado, pero su muerte no quedó ahí y continuaron matándolo quienes se apropiaron de su legado intelectual y de los jóvenes soldados que combatían en memoria de El Ausente.

La semblanza personal de José Antonio, que a nadie deja indiferente –y a mí me emociona– es sólo un pasaje de la historia, estos tiempos nada tienen que ver con aquellos y resultan absurdos los intentos de recuperar su ideario, aunque algunos de sus planteamientos puedan parecer vigentes. Me quedo con su último sueño de la reconciliación para todos los españoles.

Con él murió su propuesta: unos pocos leales fueron perseguidos por el régimen franquista pero la mayoría se acoplaron al Movimiento, y nada quedó de José Antonio tras su muerte. Sólo cuadros y calles. No continúen matándolo cada día con estupideces.

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