Se llamaba Leia, por la princesa de la Guerra de las Galaxias. Era una cocker spaniel elegante y preciosa, dorada como la miel. Tierna y juguetona con quien conocía, con malas pulgas con quien no le sonaba, tenía una mirada tierna y serena, llena de bondad. Aún recuerdo cuando se quedaba dormida acurrucada encima de mí, a la luz de la lumbre.
Los veranos de mi infancia los viví rodeado de perros. Mis abuelos maternos siempre han disfrutado de su compañía y yo, que pasaba las vacaciones tostándome al sol en su campo, aprendí allí a querer y admirar a tan increíbles animales. Recuerdo especialmente a Canela, una bretona tranquila y pacífica, blanquita con manchas marrones. También me acuerdo de Boby, un cruce de perro lobo y pastor alemán que era entre negro y gris, enorme y fuerte, con quién me gustaba perderme por el cauce del Vinalopó. Ahora Pepe y Lidia comparten su vida con la buena de Laika, una braco guapísima, marrón chocolate, vivaz y cariñosa. Una compañera que venera a mis abuelos y que además los mantiene entretenidos, obligándoles a salir y a estar activos.
De Noel recuerdo la ilusión que me hizo tener mi primer perro. Esa bolita de pelo negra y blanca que apareció una noche en el salón me hizo aprender muchas cosas. Que podía ser feliz pasándolo pipa mientras jugaba con él en El Reselico, pero que luego también tenía que darle una vuelta de buena mañana por el mercaíco negro, antes de ir al colegio. Que no todo es bonito y sencillo cuando compartes tu vida y tu hogar con un animal. Que son una responsabilidad y un compromiso. Enséñale de cachorrillo a no mearse y cagarse en casa, sácalo a pasear aunque no te apetezca, llévalo al veterinario cuando lo necesite, cuadra con quién lo dejas si te vas de vacaciones, sufre con ellos cuando se hacen mayores y necesitan más que nunca tus cuidados y ternura… A cambio, recibes su lealtad incondicional y su amor absoluto. Aprendes que la compañía de un buen perro no puede compararse con nada, que te hace más consciente, cívico, responsable, que te convierte en alguien mejor.
Noel falleció de mayor hace ya bastante tiempo, habiéndonos dado a quienes le quisimos muchos recuerdos felices. Hoy Khalessi anima nuestros días. Es una schnauzer pequeña y traviesa, sal y pimienta, a la que adoro por encima de mis posibilidades. Fogosa y bulliciosa como ninguna, tiene un andar travieso, una obsesión permanente por correr detrás de cualquier nudo o pelota y una dulzura infinita oculta en su mirada. Sus saltos y lloros de alegría cada vez que llego a casa de mis padres son un regalo capaz de arreglar un mal día. Afectuosa e inteligente, espero sinceramente que acompañe nuestro caminar muchos más años, porque me encanta que se tumbe panza arriba junto a mí para que le acaricie la barriga. Esa maldita se hace querer.
Leia, la cocker spaniel dorada como la miel, fue la perra que tuvimos entre Noel y Khaleesi. Y yo creía que iba a ser nuestra última mascota, si les digo la verdad. Con cuatro años se puso muy enferma. Una noche se acostó sobre su manta perfectamente y a la mañana siguiente no podía andar, ni controlar sus necesidades siquiera. La cuidamos sin escatimar gastos ni atenciones. Operaciones, tratamiento, rehabilitación… y cuándo parecía que todo iba a terminar bien, volvió a recaer. Pedimos más opiniones y diagnósticos. Nos contaron que tenía una rara enfermedad congénita y degenerativa frente a lo que casi nada se podía hacer. Vagas y lejanas esperanzas de recuperación, mucho sufrimiento, mucho dolor, poca o ninguna seguridad de éxito.
Debíamos sacrificarla. Eso nos dijeron. Que era lo mejor. Que nuestra perrita tenía una enfermedad irreversible que le iba a impedir desarrollar su vida de forma normal y que no tenía sentido obligarla a pasar por cirugías constantes que la hicieran sufrir y padecer, que minaran su calidad de vida y su vitalidad. Pero no queríamos hacerlo. Joder, era nuestra Leia. La veías observarte desde su cesto, del que ya no podía levantarse, con ese mirar dulce y sereno a pesar de todo y sabías que echarías de menos su presencia silenciosa y grata, su olor, sus lengüetazos, sus ladridos juguetones, su cariño fiel y eterno, sus siestas acurrucada entre tus brazos a la luz de la lumbre.
Al final, cuando la razón venció a la emoción y la dejamos en el veterinario, para que la pusiera a dormir, le di un último beso en el hocico y le acaricié por última vez el lomo. En sus ojos oscuros encontré una mirada conmovedora y agradecida. Me puse a llorar sin consuelo, sin poder ni querer evitarlo. Cuando salí de la clínica llevaba en la mano su collar y su cadena. Ya no recuerdo bien en qué pensaba. Supongo que sería en algo triste.
Te entiendo perfectamente, su misión es hacerse querer sin pedir nada a cambio, yo también tuve que sacrificar a mi perra y como dices con los ojos que me miró me lo dijo todo pero nosotros no hemos sido capaces de tener otra eso nos llego al corazón y te puede decir que en mi casa hemos tenido ganado y potros de cría para la carne, pero estos animales tienen un sexto sentido y un cariño tan incondicional, que te entienden en cada momento tu estado de animo y sedaran consuelo como he dicho antes sin pedir nada a cambio. Un saludo