Con cierta precipitación –casi por sorpresa– toda la derecha española y el gobierno de coalición han celebrado que el 23 de febrero de 1981 los militares no se pusieron de acuerdo entre ellos y que el “Elefante Blanco” jamás compareció a lo largo de la jornada para hacerse cargo de los destinos de España. En el Salón de los Pasos Perdidos, todos los alegres mozalbetes que niegan la legitimidad del gobierno, el mismo gobierno que en tantas ocasiones da la sensación de bailar al son de la canción de Riki Martin –un, dos, tres, un pasito pa’lante María; un, dos, tres, un pasito pa’ tras–, los representantes del poder judicial –y un poquito más– y el rey elegido por todos los españoles, se han juntado a proclamar, una vez más, el relato de lo acontecido hace 40 años como la verdad revelada que nos tenemos que creer a pesar de que las declaraciones judiciales y las investigaciones de los hechos permanecen como materia reservada a la que nadie puede tener acceso.
A estas alturas de la pandemia –y de la película–, casi se les podría perdonar que nos escamoteen la verdad de lo sucedido aquel día nefasto a cambio de que algunos dejasen de alardear de que sus predecesores fueron defensores a ultranza de la democracia, que otros aceptasen que no inventaron la democracia y que los Borbones reconociesen que a ellos, lo de la democracia, ni fu ni fa. No obstante, si se empeñan en que tenemos que aceptar al pulpo de la corona como animal de compañía, que al menos se reconozca el papel de la oposición en la clandestinidad del Partido Comunista de España y la lucha de la clase trabajadora encabezada por Comisiones Obreras, como clave principal de la conciencia social que hizo posible la llegada de la democracia.
A cuatro décadas del 23F las mujeres y los hombres que durante la dictadura lo arriesgaron todo porque España volviera a ser un Estado de Derecho, más que celebrar un aniversario, recuerdan esas fechas como “El día que nos cagamos de miedo”; pero no todos, porque para muchos de los que afirman que parieron en ese mismo instante a la democracia, amanecer el 24 de febrero de 1981 bajo una dictadura no habría supuesto ningún trauma. Ellos siempre están a salvo.
Lo extraño era lo otro
En Madrid, Barcelona y otras ciudades españolas, tras el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél, miles de jóvenes andan manifestándose, con las mascarillas más o menos colocadas en su sitio, por la libertad de expresión. ¿Solo por la libertad de expresión?
En principio son concentraciones de carácter pacífico en las que, como sucede en el resto del mundo mundial, terminan produciéndose altercados porque la sangre que circula por las venas de algunos de sus protagonistas (uniformados y no uniformados) se pone demasiado caliente.
Nadie desea que se quemen cuatro contenedores y se utilicen como barricadas para una supuesta batalla campal contra la policía. Pero aunque, para abrir los telediarios, pongas diez mil veces la imagen de los cuatro contenedores ardiendo, nunca serán cuarenta mil contenedores. Ninguno quiere que otro arranque una señal de tráfico y se la lance a una formación de mossos d’esquadra, pero aunque utilices la imagen del lanzamiento cien mil veces, nunca serán cien mil señales de tráfico. El mismo razonamiento podríamos seguir con los grupos de violentos que se llevan toda la atención de los informativos o con los de asaltantes de tiendas de moda. Son una minoría, una minoría que aparece siempre que la gente sale a la calle a pedir sus derechos y que lo único que busca es el beneficio propio (los que se llevan unas zapatillas de marca para ellos o para vendérselas a otros) o el beneficio de los que intentan rentabilizar la desafección de los jóvenes descontentos con el sistema para poner en duda la utilidad de la democracia.
A 1 de enero de 2020 España contaba con una población total de 47.329.981 habitantes de los que 9.819.606 eran jóvenes de entre 16 y 35 años. En el primer trimestre de 2020 la tasa de paro juvenil estaba en el 32,99%. Son datos de antes de la declaración del estado de alarma y sabemos que uno de los sectores a los que más ha castigado la pandemia en materia de empleo ha sido al de la juventud. Ya en febrero de 2020 se firmaron un 29’20% de contratos menos que en junio del 2019 entre los jóvenes y se calcula que el dato de paro rondará, en estos momentos, el 40%.
El tipo de contrato de trabajo con más alto porcentaje entre los jóvenes en 2020 fue el “indeterminado” (35’83), seguido del que se firma por menos de 7 días (17’30) y del que está entre 1 y 3 meses (14’57); los indefinidos suponen el 9’38, siendo la duración media de todos los contratos de menos de 60 días. En el año 2019 el 75% de los jóvenes entre 16 y 34 años ganaba menos de 1.100 euros al mes y esto incluye los que tienen y a los que no tienen estudios universitarios.
Con estas cifras y teniendo en cuenta el precio de la vivienda y del transporte, que hace que la mayoría los jóvenes (aún teniendo trabajo) no puedan plantearse ningún tipo de expectativa vital a largo plazo, lo extraño no es que estén ahora en las calles por el encarcelamiento de un rapero y que se quemen algunos contenedores. Lo raro es que esto no haya sucedido mucho antes. Lo raro era lo otro, la calma sustentada en el “colchón” del apoyo familiar que ha posibilitado esa falsa paz social que no va a durar siempre si las generaciones anteriores seguimos ocupando todo el espectro político, social y laboral e impedimos el empoderamiento de estas nuevas generaciones que piden paso con mucha más formación que las anteriores. ¿A quién se le ha ocurrido lo de que la gente se tenga que jubilar cinco minutos antes de su incineración mientras que mujeres y hombres llenos de energía e ideas nuevas esperan en la cola de las oficinas de empleo?
Lo raro era lo otro. El silencio. La resignación. El miedo a una ley mordaza que criminaliza a todo el que pone en duda las bondades del capitalismo salvaje o, simplemente, a todo el que reclama el derecho a vivir dignamente de su trabajo. Lo raro es que los jóvenes acepten esta forma de vida como si se tratase de un precepto religioso, que se crean que todo es inmutable, que ya está todo dicho, que esto de vivir consiste en acatar sin poner nada en duda.
¿Que la cosas se pueden reclamar de manera pacífica? Sería lo ideal, lo preferible, lo que pensamos la mayoría de los ciudadanos respetables desde nuestras pensiones –más o menos mínimas–, desde nuestros salarios –más o menos fijos–, desde nuestras viviendas pagadas con más o menos esfuerzo, desde nuestra posición de supuesta clase media que juega en una liga superior intentando evitar el descenso de categoría y desde el aburguesamiento narcótico absoluto que nos ha hecho olvidar todas las violencias que, a lo largo de la historia, ejerce el poder contra los que luchan por las transformaciones sociales.
Los jóvenes defenderán sus derechos pacíficamente si a cada uno de sus movimientos se les corresponde con una respuesta política adecuada. Si se derogan las leyes represivas, si pueden acceder a trabajos y salarios dignos, si se reconoce su derecho a la vivienda, a la educación, a la cultura y a las instituciones. Los jóvenes serán pacíficos si se les muestra RESPETO y se les ofrece FUTURO. La paz solo es posible con justicia.
Por: Felipe Navarro