El Volapié

Toros con caramullo

Una opinión sosegada y reflexiva tras el ruido. Fin de un verano de omnipresencia torera. Más allá de la realización o no de la corrida del día 7, considero importantes algunas reflexiones sobre toros, libertades y lo relevante de la vida social y política.
No oculto mi pesar por el hecho de que mi ciudad no logre desligar lo festivo y lo patronal de las tradiciones que basen el disfrute en la práctica del ancestral arte de Cúchares. Mi tristeza hubiese sido más completa si la suspensión se hubiese debido al convencimiento en vez de fundamentarse en temas administrativos, pero por suerte hay tradiciones que están muy lejos de quedar olvidadas en los libros de historia pese a que los lances de la política sean una tortura.

Sería satisfactorio que la madurez social de la ciudadanía permitiera de manera consciente que el “pueblo antitaurino” comprendiera la diferencia que existe entre la lidia de un toro y el maltrato animal, al igual que es capaz de diferenciar una agresión de un combate de artes marciales. De tal modo que las Fiestas sean explosión de encuentro y convivencia, en el que en su seno queden ausentes la violencia, la segregación y la exclusión de un sector social.

Oigo estos días argumentos pseudomocráticos y muy retorcidos sobre la libertad de elegir aplicada a los toros: “Toreros torturadores”, “Corridas en la cara de nosequién”, “Aficionados asesinos”, “La tauromaquia no es ética”. Unos argumentos inválidos a mi juicio porque el hecho cultural, deportivo o social no entra en colisión con unos principios éticos ni está en entredicho el sufrimiento de algún ser. La democracia es un sistema que permite la diversidad ideológica a la hora de concebir las políticas económicas, sociales, de ocio etc.

Son muy graves determinados problemas endémicos que asedian a la Humanidad como las guerras, el hambre, la enfermedad, las necesidades de refugiarse o de asilarse políticamente, el paro, la marginación, las drogas y demás especialidades de la injusticia social, como para que algunos se dediquen a concentrarse en si una puya mide tantos o cuántos centímetros, en si las banderillas deberían ser de velcro o si debería suprimirse la suerte suprema, cuando la realidad es que –tras una lidia completa– si el toro recibe el indulto se recupera en pocos días sólo con cuidados ambulatorios, y lo destinan al harem.

¿A santo de qué enarbolan los animalistas la bandera de la ética en exclusiva? ¿Acaso los animales y las personas merecen la misma consideración? ¿Son comparables las seis mil reses lidiadas este año en los ruedos con los seis millones de cabezas sacrificadas en los mataderos? Lo cierto es que contra estas nadie protesta.

Opino como Francis Wolff, porque es más fácil identificarse con un toro de lidia que con un pez, que también sufre cuando es pescado aunque no se prohíbe la pesca. Se trata de sensibilidad más que de razón, porque todos sentimos compasión por el toro, pero una compasión distinta, y ningún aficionado que yo conozca experimenta placer con el sufrimiento de los animales.

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