El Diván de Juan José Torres

Voceos y repartos

Resulta muy habitual, por estas fechas estivales, ver por nuestras calles a grupos de niños y niñas reclutados en campamentos de verano. En fila india y con sus pequeñas mochilas, son dirigidos por los monitores de ocio y tiempo libre encargados de las actividades, ya previamente programadas, con destino a parques o museos. No tengo nada que objetar a estas labores porque me parecen encomiables, impartidas por educadores cargados de ilusiones y canalizadas a escolares deseosos de nuevas aventuras, esperanzadores sueños y amenos juegos.
No obstante, el motivo que me empuja a escribir estas líneas es una llamada de atención a estos instructores por la apología que hacen en la calle de gritos alborotados, para que los niños y niñas repliquen los cánticos y las consignas que vociferan los responsables. Hay que tener en cuenta que los peques aprenden por imitación, tanto las buenas virtudes de sus tutores como las cosas que, por el contrario, pueden molestar. Demasiado ruido hay en las calles de forma cotidiana, y de ello estamos ya casi inmunizados, para aumentar los decibelios con clamores angelicales y cánticos que añoran los tiempos de los boy scout.

España es un país, como otras naciones latinas del sur de Europa, demasiado estridente. En Villena, por ejemplo, ya nos despiertan los zumbidos de las aspiradoras de los camiones de limpieza a las 7 de la mañana; los sonidos ensordecedores de las motos se hacen insoportables; las músicas de los coches a todo volumen; las perforadoras en las obras de las calles; los saludos entre personas desde esquinas opuestas; la escasa discreción en las comunidades de vecinos al enterarnos, sin afinar mucho el oído, de las discusiones del día, de lo que van a comer o a quienes ponen verde del vecindario; por no recordar cuando tienen relaciones, porque los patios de luces resultan peligrosamente delatadores.

En las mesas contiguas de las terrazas o de los bares nos enteramos de la vida y obra de cada cual y a las dos de la madrugada sufrimos el insufrible fragor de los camiones de basura al vaciar los contenedores soterrados. Demasiado ruido durante los largos días cuando una conversación entre grupos, que debería ser privada, se convierte de domino público o cuando el sonido de los claxon de los coches apremia al conductor del vehículo de delante nada más abrirse el semáforo verde. Vivimos en una sociedad que externaliza desmesuradamente su propia vida individual, convirtiendo la prudencia colectiva en una reivindicación personal.

Por eso considero tan importante que a los nanos se les enseñe, desde muy temprana edad, a ser mesurados en sus manifestaciones, si tenemos en cuenta que la educación responde siempre al dilema de ecuaciones básicas: la propia libertad acaba donde empieza la del otro o no quieras para los demás lo que no desees para ti. Cuando yo era chico se estilaban clases, en los colegios, sobre normas de urbanidad, costumbre que se ha ido perdiendo con los años a nivel académico, tan sólo impartida generosamente por aquellos profesores que se implican en el tema a tiempo particular, no porque esté indicado e impuesto en los libros de texto.

De modo que, si bien considero formidable las actividades estivales con niños de corta edad, hay que estar vigilantes a la hora de inculcar modelos o enseñanzas si no queremos repetir, en el futuro, vicios o experiencias poco ejemplarizantes. Quizás sea que la repetición, al unísono, de canciones o consignas me recuerda a los marines americanos o a tropas de élite. Las aulas, probablemente, serían los lugares más indicados y apropiados para este tipo de juegos vocalizados, no los parques y las calles, donde deberían imperar los cánticos de los pájaros, cada vez más desplazados de su hábitat.

Y, puesto a seguir quejándome, mención aparte a las grandes empresas que contratan a repartidores para su propaganda. Resulta muy habitual dejar la publicidad en las escaleras que acceden a los ascensores, pensando que el que entra al edificio la encuentra de frente y lista para recoger. Sin embargo no piensan en los que salen del ascensor o bajan los peldaños, pues al pisar los reclamos tienen muchas posibilidades de resbalar, poniendo en riesgo los espinazos. A quienes corresponda pues.

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