La montaña de patatas
En la vida nada es gratis. Ni para los abuelos, ni para los padres ni, por tanto, para los hijos
Les voy a contar una historia, real como la vida misma, que sucedió hace muchos, muchos años. Un hombre acaudalado de buena familia, como se estilaba entonces, tenía la suya propia, muy bien considerada igualmente. Mujer e hijos a los que dedicó su atención y dinero, para que ella tuviese los caprichos que reclamaba y los vástagos legales obtuviesen los mejores estudios posibles para el próspero futuro de sus vidas.
Pero, ¡sy los deslices!, tuvo un hijo bastardo, ese conocido por la sociedad como ilegítimo, que no fue presentado ni a sus hermanos ni a su esposa, por lo que hasta pasados y transcurridos muchos abriles, no descubrieron el secreto. El padre era propietario de una gran finca de cultivo y a ese hijo, desconocido para el clan, lo llevaba de vacaciones aprovechando que sus otros parientes, también desconocidos para él, se encontraban de asueto en campamentos o actividades veraniegas.
El niño ilegítimo, mal criado como otros de la especie y considerando que el territorio era suyo, le exigió a su padre que quería ver un montón de patatas en la era. Caprichoso el niño, no soportaba que su progenitor considerara que sus peticiones no iban en serio, por lo que su pataleo aumentó considerablemente hasta llegar a convencer a su padrazo. Efectivamente, el chaval quería ver patatas en la era y entonces el padre ordenó al encargado de la finca que llevase del almacén las patatas que habían secándose en los cobertizos. Diez o doce sacos, vació el hombre al terreno. Aun así, siguió protestando. El niñato no lo consideraba suficiente, él quería una gran montaña de patatas. Para no discutir con su hijo prefirió el papá requerir a su delegado que trajese todas las patatas que pudiera. Pero las recopiladas de las propiedades vecinas tampoco fueron suficientes, por lo que tuvieron que comprar, in extremis, las del término municipal de la comarca.
Varios remolques descargaron los infinitos tubérculos en la era. Varias toneladas acabaron formando una montaña de patatas. Y preguntando al niño tonto del nabo si estaba satisfecho, respondió que sí. Menos mal, dijo el padre. Gracias a Dios, dijo el encargado. Y el estúpido churumbel quedó, desde ese instante, retratado para la historia por un capricho inminente que tenía que satisfacer. Pero para la historia acabó también, como un idiota, su progenitor, cediendo a unas absurdas demandas por un hijo ignorante. Ya se sabe que los abuelos conceden peticiones a sus nietos que nunca permitieron a sus hijos. Ya se sabe también que los padres y madres de hoy, estresados por las actividades laborales del día, de las compras, de las obligaciones, no quieren discutir con los pequeños y desisten a sus plegarias, claudicando al llanto y al pateo.
Aquel niño caprichoso no supo, hasta años después, que tenía hermanos; y éstos no supieron, hasta pasado el tiempo, que tenían un hermanastro consentido, pues a lo que a ellos les privó el procreador, le dispensó al mimado. Esta simple historia no tiene otra intención que recordar a los padres, a las madres, a los abuelos, a las abuelas que, si desean ver crecer a sus hijos y nietos con garantías, que maduren, que agradezcan, que valoren el esfuerzo y lo que cuesta cada paso, no les permitan los antojos que pretendan a cada instante. Mejor racionalizar y que consigan las cosas con cierto sacrificio. En la vida nada es gratis. Ni para los abuelos, ni para los padres ni, por tanto, para los hijos. Trabajo- recompensa. Así ha sido siempre y alterar el orden y el producto conlleva, sin remisión, a pequeños golpes de ánimo que finalizan en Estado de Alarma. Y entonces ya no hay solución.
Por eso prefiero que los niños y niñas reclamen sueños hermosos, pequeñas utopías que puedan aspirar a conseguir, aunque no lo logren nunca. Anhelos placenteros y racionales, cuestionando siempre si podrán ser alguna vez realidad. Para este escrito sugiero la audición de un viejo tema, de 1972, “La Canción del Niño que quería ir a la Luna”, de Aguaviva.