El Diván de Juan José Torres

Pepe Torres

Su pequeño, pero privilegiado, cerebro era una biblioteca andante, lleno de datos, fechas y acontecimientos…

Les aseguro que este artículo, como necesario homenaje, hubiese preferido no haberlo escrito nunca, o cuanto menos, postergarlo durante un poco más de duración, ¡qué vana esperanza!, pero las circunstancias y el tiempo, siempre inexorable, han precipitado los hechos antes de lo que esperaba. Mi padre nació en junio de 1926 y falleció a finales de este enero. En el transcurso de su longeva vida tuvo tres hijos, trece nietos y cinco biznietos.

Pepe Torres villena
Foto: Laura Torres

En la foto que acompaña estas líneas tiene el hombre, recostado a su vera, a su biznieto más pequeño, de tres años. Cuatro generaciones casi abrazadas con la mirada cómplice de la madurez y la inocencia. Y el niño, que vive en Girona, apoya su cabeza en el hombro viejo del añoso sabio, como si lo conociera de toda la vida y con absoluta confianza.

Porque este hombre fue padre, abuelo, amigo, servicial, consejero, protector, solidario, no sólo con sus descendientes, sino con todas las gentes que se le acercaron y entablaron una relación. Incluso sin conocer a nadie se prestaba al socorro. Al nacer, su madre no podía darle pecho, por lo que optaron sus padres sondear, por el boca a boca, qué madres podrían amamantarlo. Finalmente fue una mujer de Jijona quien se hizo cargo, algo típico en aquellas épocas, dándole alimento a sus propios hijos y al extraño recién llegado. No sé si ese hecho, el de compartir la milagrosa leche con otros neonatos que no conocía, le activó en sus genes esa tradicional costumbre de compartir con los suyos y también con ajenos todo lo bueno de él. Regresó a Villena a los tres años y tuvo problemas de adaptación en el hogar familiar.

Impresor desde los trece años en el negocio de su padre, la Imprenta del Paseo, fue desheredado por su progenitor por circunstancias morales y sociales de aquellos años, pues fue hijo ilegítimo y sus intentos por recuperar el apellido paterno resultaron estéril tras intentos fallidos. Ya estaba casado entonces con mi madre y tenía a su hija y a los dos chiquillos y me consta, confesiones de años posteriores, que lo pasó mal y con depresiones al no encontrar respuestas a sus reclamaciones. Pero se levantó como el caballero que siempre ha sido, perdonó los agravios que padeció y, cuando pudo, en los inicios de 1950, creó su propia empresa, la Filatelia Torres, que aún perdura a pesar de las crisis pasadas y presentes, procurando los descendientes alargar su sueño.

Políticamente se definía marxista, hasta el final de sus días; si bien la travesía de la vida le deparó muchos desengaños, pues como dijo muchas veces, los sueños utópicos, los ideales nobles, las buenas y grandes intenciones, son monopolizadas por los oportunistas de turno, políticos ambiciosos sin escrúpulos que alteran y vulneran los principios éticos y dañan honrados proyectos. Así, decía, pasó también con Jesucristo, pues su enorme humanidad y generosidad fueron traicionadas por guerras santas y santas inquisiciones en el vano nombre del creador. Al final su convicción resumía que lo más importante son las personas, porque pensamientos todos tenemos, pero no todos los aplican con coherencia. Para él resultaba más importante las acciones que las palabras y la congruencia cotidiana frente a conductas bipolares.

Así que este señor, hombre de calle y de tertulias, social y amigable, compartió tanto su bolsillo como su corazón con quienes disfrutaban con su presencia. Departió amistad con grandes y entrañables personas, como César López, Rafael Valdés, Manuel Carrascosa, Ángel Luis Prieto, Mateo y Joaquín Marco o Celia Lledó en su último evento social, gentes de distinto signo político pero transparentes, humildes, sencillas, afables, justo lo que él quería. Innumerables personas de distinto signo y condición compartieron grandes momentos. Luego discutían y no se ponían de acuerdo, pero un valor casi perdido, llamado respeto, imperaba en cualquier encuentro. Cómo disfrutaba de las conversaciones y también de las discrepancias porque, al fin y al cabo, lo que más valoraba era la empatía personal, nunca las diferencias, porque entre la botella media vacía o medio llena, ¿quién agradece o reclama? Y su vida fue positivista y vital, viendo el lado bueno y amable de las cosas.

Tuvo grandes amigos de los que aprendió como compañero o alumno privilegiado, y aunque muchos de ellos eran más jóvenes que él, les tenía en alta estima. Incondicional de José María Soler, de Alfredo Rojas, de Paco García, de Esteban Barbado, de Vicente Prats, amigo de sus amigos, de otros que se le fueron añadiendo y de todos ellos aprendía. Como comenta una de mis hijas, Marta, en sus redes sociales, “Te amaban en las calles y en los bares, en las fruterías y en las cafeterías y en el rellano de tu escalera. Porque eras feliz mezclándote con gentes de todas las edades y condiciones, dando consejos y tendiendo tus manos. Hablabas continuamente de tus “amigos”, palabra que siempre me pareció críptica y misteriosa en tu boca, porque tus amigos eran de lo más diverso...”.



Seguía relatando Marta: “Desde compañeros veinteañeros de los bares que frecuentabas a viejos de tu generación, o gentes de militancia política, músicos, profesores universitarios, investigadores, locos, borrachos… Todos ellos eran tus amigos y esa palabra adquiría un significado infinitamente rico cuando tú la usabas”. “Eras un hippie y no lo sabías, y yo me he pasado la vida buscando fuera sin saber que mi abuelo sabía más de todo eso que ningún coacher, ni gurú, ni instagramer”.

Su pequeño, pero privilegiado, cerebro era una biblioteca andante, lleno de datos, fechas, hechos y con el recuerdo de acontecimientos tristes, pero donde abundaban más los hermosos. Los más cercanos lo recordamos en casa leyendo enciclopedias, libros, revistas, prensa diaria, con sus gafas y su lupa para las letras pequeñas, como cuando se lee esos vocablos diminutos de los contratos. Leía y releía acompañado de sus músicas preferidas, zarzuela, clásica, ópera… Y mientras todas estas escenas transitaban lentamente por su vida cotidiana, jamás perdió el sentido del humor, ese espíritu ingenioso que muchas veces comentó que le salvó la vida.

Noventa y cuatro años le han contemplado con independencia física y económica, ejemplar padre, sobresaliente abuelo y agradecido por ver crecer a sus biznietos. Dos semanas de idas y venidas al hospital aceleraron su despedida. Su estómago ya no daba para más y en sus últimos días ya sabía que iba a morir. Con su entereza de siempre, la cabeza alta y la dignidad por bandera asumió su destino, consolando a enfermeras y doctoras. Juan Navío, gran médico y extraordinaria persona, lo visitó días antes del final y avisó sobre el diagnóstico y el desenlace, pues estaba descartada la opción quirúrgica por su edad.

Mi sobrina Armonía fue quien le agarró de la mano en las postreras horas y quien le puso los auriculares en los oídos para que escuchara, por última vez, su música preferida. Su respiración, ya moribunda, y la mirada perdida se fue tranquilizando al escuchar el Réquiem de Mozart. En pocos minutos expiró. Pocas cosas consuela lo esperado, pero me quedo con el aprendizaje de su entereza, su dignidad y su coherencia. Y, como fue persona sonriente, bromista y risueña, con cara serena y ojos curiosos e inquietos, le dedico esta Czardas de Vicctorio Monti, interpretada por Hauser y Caroline Campbell.

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4 comentarios

  1. COHERENCIA.
    «Lo que decimos. Lo que pensamos. Y lo que hacemos, en una sola dirección».
    ¡Hete aquí una buena definición de lo que fue la vida de Pepe Torres!. Además, discreto; sencillo y muy buena persona.

  2. Gracias querida María por esa descripción de Pepe, un Grande. Tuve la suerte de compartir horas y más horas con Pepe en un bar improbable en Ibiza. Todos los temas lo apasionaban. Ojalá llegue a su edad con un décimo de su pasión por la vida y de su inteligencia y compromiso. Que bella descripción que hace de ti Pepe tu nieta Marta !

    Abrazo eterno
    Gonzalo

    1. Un placer saludarte de nuevo después de tantos años, Gonzalo. Coincidí contigo también en Ibiza y fue un privilegio conocerte. Te admiro como gran documentalista y, sobre todo, por esa gran proyección cinematográfica titulada » Náufragos: vengo de un avión que cayó en las montañas», de 2007 y haciendo referencia a los supervivientes del accidente aéreo de los Andes. Uruguayo de nacimiento, francés de adopción y gran conversador. Intervengo tan solo en este comentario para despejar posibles confusiones. María, a la que te refieres, es mi hermana y fue ella quien te envió el enlace de este artículo. Y Marta es la nieta de nuestro padre, es decir, mi hija, a la que cito unos preciosos y profundos comentarios en la publicación.

  3. Querido Juanjo: las circunstancias que estamos viviendo nos tienen más aislados de lo que quisiéramos. Yo me enteré tarde del fallecimiento de tu padre, a quien llamaba «el señor Torres». Durante mucho tiempo Pepe Torres era un nombre de quien solo oí hablar bien, a tirios y troyanos: un hombre, machadianamente, «bueno, en el buen sentido de la palabra». Luego lo conocí más de cerca, y no sé si será una osadía por mi parte decir que fui su amigo. Pero así me sentí y me lo hizo sentir. Durante un tiempo solía encontrarme con él en un bar cercano a mi casa, donde uno y otro recalábamos para tomar un respiro (y no solo un respiro: también alguna otra cosa). Antes de discutir, solo un poco, por ver quién pagaba, nos perdíamos en la conversación de esto y de aquello: yo, que hablo mucho, escuchándolo sobre todo; él, que escuchaba mucho, hablando y ejerciendo de maestro sin saberlo y sin pretenderlo. Probablemente no se lo dije nunca, pero lo admiraba y le tenía un afecto que no se va a apagar aunque él ya no esté. Hace quizá un año, cuando salía menos de casa por algún problema de movilidad que lo obligaba a andar con bastón, me llevó, renqueando, un libro sobre, redundantemente, la historia del libro, del que me había hablado en cierta ocasión. La última vez que lo vi, no hace muchas semanas, en una terraza donde nos reuníamos los perdidos (a la conveniente distancia y enmascarados) cuando la pandemia apretaba algo menos que ahora, le recordé que tenía un libro suyo y que quería devolvérselo. Incluso le recordé la frase de alguien que afirmaba que para hacerse con una buena biblioteca basta con tener muchos amigos y una mala memoria. Él alzó la mano y la sacudió en el aire, como dando por hecho de que ese libro ya tenía nuevo propietario, que era yo. En cierto modo, entendí que se estaba despidiendo. Yo me quedé con su libro, como una herencia de un hombre sencillo, leído, abierto a los demás, sin doblez, firme en sus creencias y transigente con las creencias ajenas. Conocerlo, un poco tardíamente en mi caso, ha sido una de las cosas buenas que me ha deparado la vida.

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