Bien estamos, estamos

Sobre los escombros

Dónde están los cines. Los de verdad. Dónde el Paseo y el Parterre. Uno y otro con más vegetación. Dónde el Avenida, el Flor, el Alejandro, el Capri, el Hotel Alcoyano…

Cuando estrenamos estas columnas bajo el título "Bien estamos, estamos" aludimos a la percepción metafórica que Víctor Hugo tenía sobre el pasado, señalando su importancia al asociarlo con la fuente de un río y… —¿Qué es un río sin su fuente? —se preguntaba retóricamente el escritor.

Esta certidumbre, expuesta en su libro Los Pirineos, venía precedida de una reflexión contra las demoliciones: "Nada hay más funesto y más empequeñecedor que las grandes demoliciones. El que echa abajo su casa, echa abajo su familia; el que echa abajo su ciudad, echa abajo su patria; el que echa abajo su morada, destruye su nombre. El viejo honor es el que está en estas viejas piedras". Y tras punto y aparte concluía: "Todas estas ruinas despreciadas son ruinas ilustres; hablan, tienen una voz; atestiguan lo que vuestros padres hicieron".

Con sesenta años a la espalda, pasea uno por la ciudad donde nació y donde dejó jugar a la infancia y donde combatió contra todos los desnortes de la adolescencia y juventud –gozos y sombras, orgullos y vergüenzas– y donde hoy, vagando, disfruta el vivir. Y en este sereno deambular, en ciertos lugares observa apenado los escombros que las demoliciones, las grandes demoliciones, han procurado. Ubi sunt.

Sí, dónde están, por ejemplo, los cines. Los cines de verdad. Dónde, de verdad, el Paseo y el Parterre. Uno y otro con más vegetación. Dónde el Avenida, el Flor, el Alejandro, el Capri, el Hotel Alcoyano… Dónde la Estación de tren de verdad con su quiosco, su vendedor de billetes, su jefe de Estación, su Puntero vendiendo brocerías a quienes iban o venían, su limpiabotas y… ¡Aquellos depósitos enormes! Y el jardincico de los enamorados. Dónde el Carril de verdad, ancho, despejado en horizontes, sin coches, libre de arquitecturas que por tanto lugar estrechan los cielos, aquel Carril que olía a lumbre, a puncha, a madera, a cement y cueros y… A miel y a raspajo por temporadas. Carril de la cambra de sol.

Y dónde las Fuentes, aquella arboleda junto a la casa blasonada… Dónde, al otro extremo, Bulilla. Dónde, para bañarse, el hoyo de la Virgen. Dónde las golosinas entre agrios y petardos del tío Bolo, dónde el puesto del tío Jaime, dónde el Buen Gusto y –al lado– aquel puestecico donde comprábamos mistos de trueno, sobres de muñecos soldados, indios y americanos de plástico y…Y dónde, dónde, dónde, el caprichoso e indeterminado ascenso hacia la sierra de la Villa. Por donde fuera, porque caminando hacia el este-noreste, subiendo, cualquier calle era cordón umbilical hacia ella antes de que el tajo de la autovía lo limitara. Dónde. Y dónde los nuestros perdidos.

Las campanas de las iglesias hoy los recuerdan con grave y solemne constancia. No caben tantas mariposas en una sola taza. Sobre los escombros intentamos recomponer vivencias que compartimos con los que no están. Escuchamos, acaso rumores, sobre las ruinas. Las arquitecturas, algunos objetos, cuando todavía son, sostienen mejor la memoria, ayudan al recuerdo. Aquella habitación, aquel paraje, aquella navaja, aquel salero, aquella casa… Ahora la tarea, difícil sobre escombros, se hace penosa. Escarbamos entre tiestos, arenas y entre la escoria del progreso.

A veces, en nebulosa, sobre lo nuevo, aun sin rastro de lo que fue, uno sigue viendo lo que hubo. Pero de lo que hubo no queda nada. Aun sobre la nada, el aire alimenta la memoria trayéndonos ternuras de instantes vividos. Ráfagas tañidas que iluminan. Todo resulta una borrachera de emoción nostálgica. ¡Pero cuánto duele no reconocerse! Las ciudades, tan vivas necesariamente transformándose, con aciertos y desaciertos, nos matan. Y seremos escombro entre escombros. O como mucho, polvo.

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